a 18 =
y blandiendo la navaja con la que le había herido,
El que estaba en pie era vel asesino.
—¿ Comprende ahora vuestro honor de lo que se
trataba?—preguntó el Hombre Gris.
Sí, por cierto, y es preciso confesar, señor,
que hicisteis un gran descubrimiento,
Ahora (que vuestro honor vió al asesino, si yo
so lo enseño le reconocerá ¿no es verdad ?
Los dos operadores acabaron de fijar la prueba.
El Hombre Gris volvió á la sala, seguido del
magistrado que, frío y reservado, volvió á ocu-
par su asiento,
Lady Elena no se había movido de su sitio y
el reverendo Town seguía inmóvil en el suyo.
La última aprensión del Hombre Gris se desva-
neció en seguida porque la única persona que le
conocía allí era lady Elena y ésta no había creído
conveniente decir nada al que entrara con ella,
Es cierto también que el Hombre Gris no cono-
cía ¡fl reverendo Pedro Town, más sin embargo,
en éste alddivinó en él 4 uno de los enemigos más
encarnizados de Irlanda.
Se adelantó el Hombre Gris hacia los esprecta-
dores y mirando á todos lados, dijo:
—¡El asesino está aquí!
De pronto se le vió dar un salto y coger á uno
del pescuezo, añadiendo;
—¡Aquí está!
Aquel Á quien había cogido del cuello dió un
grito é intentó resistirse, pero no le sirvió de na-
da porque el Hombre Gris no soltó su presa y
arrastró 4 Juan el mendigo al pie del asiento del
magistrado, AE
Miróle éste é hizo 'un gesto de asombro € indig-
mación.
Aquel hombre era el mismo cuyos rasgos todos
¡habían quedado como impresos en los ojos del
desventurado Patricio.