racteriza á los del perro de presa después de la
lucha.
Sentóse lady Elena.
Estaba tan serena y sonriente como exaltado y
colérico el reverendo. -
—Escúchame, —dijo.
El joven clergyman bajó modestamente los ojos
deslumbrado por la esplendente belleza de la pa-
tricia,
—Hablad, —contestó con voz ronca el reverendo,
Lady Elena continuó:
—¿Qué os dije la primera vez que vine á veros?
—No lo recuerdo bien, —respondió el reveren-
do Town, que estaba muy trastornado,
—Os dije lo siguiente, —añadió lady Elena. —Hay
un hombre al que odio con mis cinco sentidos por-
que me humilló en una ocasión, ¿queréis asociaros
á mi venganza? Y me respondísteis que sí ¿no ¡es
esto?
—Sin duda, —dijo el reverendo.
—Entonces, si no mandé prender en el acto ¿
ese hombre, si hoy me apoyé familiarmente el
su brazo es porque mi venganza no está aún á
bunto, y que tenemos que hacer aún alguna cosa,
—No os comprendo, dijo el reverendo Town.
—Dentro de algún momento me explicaré,
Mientras tanto habíase calmado algo el reveren-
do y un sentimiento de curiosidad reemplazó al
raconcentrado furor que le dominaba poco antes,
—Ya sabéis, —continuó lady Elena, —que los ir-
landeses tienen un jefe supremo, un niño de diez
años cuya adolescencia esperan con esa impacien-
cia que caracteriza á los de su raza,
Hizo Pedro Town un signo afirmativo.
—De ese niño quisimos apoderarnos mi “padre
y yo,—siguió diciendo el joven,
—También lo sé.
—Y nos lo arrebataron,
dei rr il