Full text: Historia de Gil Blas de Santillana

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110 HISTORIA DE GIL BLAS DE SANTILLANA 
con elegantes y comediantes, nunca me hu. 
biera pasado por la imaginación que Au- 
rora pensase en mí; pero me habían abier- 
to los ojos aquellos señores mios, en cuya 
escuela no siempra estaban en el mejor 
¡predicamento aun las damas de la más al- 
ta esfera. «Si hemos de dar crédito á al- 
¡»gunos histriones—moe decía yo 4 mí mis 
»mo,—tal vez suelen venir á las señoras 
»más distinguidas ciertas fantasías, de las 
»cuales saben ellos aprovecharse. ¿Qué sé 
»yo si mi ama tendrá de estos caprichos? 
t»Pero- no — añadía inmediatamente, — 
»no puedo persuadirme de tal cosa: no es 
vosta señorita una de aquellas Mesalinas 
»que, olvidadas de la noble altivez que les 
»infunde su nacimiento, se rinden á la in- 
»decencia de humillarse hasta el polvo y 
»se deshonran á si mismas sin rubor: 
»será quizás una de aquellas virtuosas, 
»pero tiernas y amorosas doncellas que sin 
traspasar los límites que la virtud pres- 
»cribe 4 su ternura, no hacen escrúpulo de 
»inspirar ni de sentir ¿llas mismas una. pa- 
»sión delicada que las entretiene sin pe- 
»ligro.» 
Esto era el juicio que yo formaba de mi 
ama, sin saber precisamente á qué atener- 
mo. Mientras tanto, siempre que me vela; 
no dejaba de sonreirse y alegrarse; do 
manera que sin pasar por necio podía cual- 
quiera creer tan bellas apariencias, y por 
lo mismo no hallé medio de impedir que 
mo sedujesen, Consentí, pues, en que Au- 
rora estaba muy prendada de mi mérito, 
y comencé á considerarme como uno de 
aquellos criados afortunados á quienes el 
amor hace dulcísima la servidumbro. Pa- 
ra mostrarme en cierto modo menos in- 
digno del bien que parecía querer propor- 
cionarme la fortuna, empecé ú cuidar del 
aseo de mi persona más de lo que había 
cuidado hasta allí. Gastaba todo mi dinero 
en comprar ropa blanca, aguas de olor y 
pomadas. Lo primero que hacía por la 
mañana, luego que me levantaba de la 
cama, era layarme, perfumarme bien y 
vestirme con todo el aseo posible, para 
no presentarme con desaliño á mi ama en 
caso que me llamase. Con este cuidado 
de componerme y con otros medios que 
empleaba para agradar, me lisonjeaba de 
que no tardaría mucho en declararse mi 
ventura. 
+ Entre las criadas de Aurora había una 
que se llamaba la Ortiz. Era una vieja que 
hacía más de veinte años que servía en 
casa de don Vicente. Había criado 4 su His 
ja, y conservaba todavía el título de dueña, 
aunque ya no ejercía aquel penoso empleo. 
Por el contrario, en lugar de vigilar 1a3 
acciones de Aurora, como lo hacía en 
otro tiempo, entonces sólo atendía á ocul- 
tarlas, con lo cual gozaba toda la confian- 
za de su ama. Una noche, habiendo bus- 
cado la dueña ocasión de hablarme sin que 
nadio pudiese oirnos, me dijo en voz baja 
que si yo era prudente y callado bajasa 
al jardín á media noche, donde sabría Co- 
sas que no me disgustarlan. tespondile, 
apretándole la mano, que sin falta alguna 
bajaría, y prontamente, nos separamos pa 
ra no ser sorprendidos. Ya no dudé en- 
tonces de ser yo el objeto del cariño de 
Aurora. ¡Oh, y qué largo se me hizo el 
tiempo hasta la cena, sin embargo de que 
siempre se cenaba temprano, y desde la 
cena hasta que mi amo se recogió! Pa- 
reciame que aquella nocha todo so hacía cn 
casa con extraordinaria lentitud. Y para 
aumento de mi fastidio, cuando don Vi: 
cente se retiró 4 su cuarto, en vez de pen: 
sar en dormirse, se puso á repetirme sus 
campañas de Portugal con que tanto ma 
había machacado.” Pero lo que jamás ha- 
bía hecho, y lo que precisamente guardó 
para regalarme aquella noche, fué irmo 
nombrando uno por uno todos los oficia» 
les que so habían hallado en ellas, refirión 
dome al mismo tiempo las hazañas de ca 
da cual. No puedo ponderar cuánto pa: 
deci en estarle oyendo hasta que conclu- 
yó. Al fin acabó de hablar y se metió en 
la cama. Retirémo inmediatamenta al cuar- 
to dondo estaba la mía, y del que se ba- 
jaba por una escalera seureta al jardin. 
Untéme de pomada todo el cuerpo; pú- 
seme una camisola limpia bien perfuma- 
da, y nada omití de cuanto me pareció 
qua podía contribuir á fomentar el capri- 
cho que me había figurado en mi ama, 
con lo que fuí al sitio de la cita. 
No halló en el 4 la Ortiz, y juzgué que, 
cansada de esperarme, se habria vuelto $ 
su cuarto, lo que me hizo perder todas 
mis esperanzas. Eché la culpa á4 don Vi- 
cente, y cuando ostaba dando al diablo sus 
campañas, dió el reloj, conté las horas y 
vi que no eran más que las diez. "Tuve 
por cierto que el reloj andaba mal, cre- 
yendo imposible que no fuese ya por lo 
menos la una de la noche; pero estaba 
tan engañado, que un cuarto de hora des» 
7 
ués volvi 4 contar las diez de otro reloj: 
Al
	        
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