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HISTORIA DE GIL BLAS DE SANTILLANA - "395
pro en la resolución de embarcarnos para
“Italia á la primera ocasión que se ofrecie-
ro así que llegásemos á Valencia; pero el
¡Cielo, que nos preparaba una suerte feliz,
dispuso las cosas de otro modo. Vimos á
la puerta de hermosa quinta que había en
el camino, mucha gente aldeana de ambos
sexos que bailaban formando corro. Acer-
cámonos á ver la fiesta, y don Alfonso, que
estaba muy ajeno de encontrar el objeto
que se le presentó, se quedó sorprendido de
per entro los circunstantes al barón de
Steinbach. Este, que también reconoció á
don Alfonso, corrió luego hacia ól con los
brazos abiertos, y todo arrebatado de gozo
exclamó :
— ¡ Ah, querido don Alfonso! ¿Vos aquí?
1Qué agradable encuentro? Cuando por
todas partes os andan buscando, una feliz
casualidad os ha puesto delante de mis
ojos.
Apeóse al instante mi compañero, y fué
precipitado á dar mil abrazos al Barón, cu-
ya alegría me pareció excesiva.
—Ven, hijo mio—le dijo el buen viejo;
——presto sabrás quién eres y mejorarás
mucho la fortuna.
Diciendo esto, le condujo á la habita-
ción, adonde yo también fuí, habiéndome
apeado y arrendado á un árbol los caba-
Nos. El primero á quien encontramos fué
el dueño de la misma quinta, que mostra-
ba ser do edad de cincuenta años y tenía
bellísimo aspecto.
—Señor—le dijo el barón de Steinbach,
presentando á don Alfonso,—aquí tenéis
ú vuestro hijo.
A estas palabras, don César de Leiva,
que asi se llamaba este caballero, echó los
brazos al cuello de don Alfonso y le dijo,
llorando de gozo:
—Reconoce, hijo mio al padro que te
dió el ser. Si te he dejado ignorar tanto
tiempo quién eres, cree que ha sido á costa
de hacerme á mi mismo una cruel violen-
cia. Mil voces he suspirado de pena ; pero
no podía proceder de otra manera. Casé-
mo con tu madre llevado sólo de amor,
porque su nacimiento era muy inferior al
mio: vivía yo bajo la autoridad de un pa-
dre de genio duro, que me redujo á tener
secreto un matrimonio contraído sin su
consentimiento, El barón de Steinbach era
el único depositario de mi confianza, y de
acuerdo conmigo se encargó de criarte. En
fin ya no vive mi padre y puedo manifestar
al mundo que tú eres mi único heredero,
No es esto lo más, añadió: pienso casarte
con una señora cuya nobleza es igual á la
mía.
—Señor—le interumpió don Alfonso, —
no me hagáis pagar sobrado cara la dicha
que me aununciáis. ¿No puedo saber que
tengo el honor de ser hijo vuestro, sin que
esta noticia venga acompañada de otra que
necesariamente me ha de hacer desgracia-
do? ¡Ah, señor! no queráis ser más cruel
conmigo que lo fué vuestro padre con vos.
Si éste no aprobó vuestros amores, úá lo
menos tampoco os obligó á recibir una es-
posa escogida por él.
—Hijo mio—repuso don César,—ni yo
pretendo tampoco tiranizar tus deseos;
todo lo que exijo de tu sumisión es que
tengas la condescendencia de ver á la que
te tengo destinada antes de resolverte 4 to-
mar otro partido. Aunque es hermosa y
tu enlace con ella muy ventajoso para ti,
no por eso te haré violencia para que la
tomes por esposa. No está lejos, encuét:n-
trase actualmente en esta misma casa;
ven y confesarás que no hay objeto mis
amablo.
Diciendo esto, condujo 4 don Alfonso
á un magnífico cuarto, adonds les acompa-
ñamos el barón de Steinbach y yo.
Estaban en él el conde de Polán con s:s
dos hijas, Serafina y Julia, con don Fer-
nando de Leiva, su yerno, el cual era so-
brino de don César, y con otras much:s
señoras y caballeros. Don Fernando, que,
según se ha dicho, había sacado á Julia de
su casa, acababa de casarse con ella, y
con motivo de la boda habian coneurri?,
á aquella celebridad los aldeanos de los
contornos. Luego que se dejó ver don Al.
fonso y que su padre le presentó á toda ly
concurrencia, so levantó el conde de Po-
lán y corrió exhalado á abrazarle, diciendo
á gritos:
—| Sea bien venido mi libertador! Don
Alfonso—prosiguió el Conde,—reconoce lo
que puede la virtud en las alma genero-
sas. Si tú quitaste la vida 4 mi hijo, tam-
bión salvaste la mía. Desde este misn:o
punto te hago el sacrificio de mi resenti-
miento v te declaro dueño de Serafina, cu-
ya honra salvaste también. Este es el des-
empeño de la obligación en que me Cons-
tituyó tu valor y tu generosidad.
El hijo de don César, correspondió con
las más vivas expresiones de agradeci-
miento al cumplido que le hacía el con-
de da Polán, no siendo fácil discernir cuál