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234 HISTORIA DE GIL BLAS DE SANTILLAN,
Luego que salió, el boticario, que sin
duda no fué á mi casa en vano, se pre-
paró para ejecutar lo que se puede dis-
currir. Fuese porque temiese que la vie-
ja no se daría buena maña, ó sea para
hacer valer más el género, quiso operar
por sí mismo; pero, á pesar de su des-
breza, apenas me había disparado la car-
pa, cuando, sin saber cómo, la rechacé
sobre el manipulante, poniéndole el vesti-
do de terciopelo como de perlas. Tuvo
esto accidente por adehala del oficio. To-
mó una toalla, se limpió sin decir palabra,
y se fué bien resuelto 4 hacerme pagar lo
que le llevase el quitamanchas, á quien
sin duda tuvo precisión de enviar su ve3-
tido.
A la mañana siguiente volvió vestido
más llanamente, aunque nada tenía que
evenburar ya, y mo trajo la purga, que
vel doctor había recetado el día antes. Yo
'me senbía por momentos mejor; pero fue-
ra de eso, había cobrado tanta aversión
desde el día anterior á los médicos y bo-
bicarios, que maldecía hasta las universi-
dades en donde á estos señores se les da
la facultad de matar hombres sin riesgo.
Con esta disposición declaré enfadado que
no quería más remedios y que fueran á
los diablos Hipócrates y sus secuaces. El
boticario, 4 quien maldita de Dios la co-
sa se le daba de que yo diera el destino
que quisiera á su medicina, con tal que
so la pagaso, la dejó sobre la mesa y se
retiró sin decirme palabra.
Inmediatamente hice arrojar por la ven-
bana aquel maldito brebaje, contra el cual
había formado tal aprensión, que habría
creido beber veneno si lo hubiera toma-
do. A esta desobediencia añadí otras: rom-
pi el silencio, y dije con entereza á la que
me cuidaba, que lo que positivamente que-
rla era que me diese noticias de mi amo.
La vieja, que temía exitar en mí una al-
teración peligrosa si me respondía, ó por
el contrario, que si dejaba de satisfacer-
me irritaría mi mal, se detuvo un poco;
pero la insté con tal empeño, que al fin
me respondió :
—Caballero, usted no tiene más amo
que á usted mismo. El condo Galiano se
ha vuelto á Sicilia.
Mo parecía increíble lo que ota; pero
nada era más cierto, Este señor, desde
el segundo día do mi enfermedad, temien-
do que muriese en su casa, tuvo la bon-
dad do hacermo trasladar con lo poco que
tenía á una posada, en donde me dejó
abandonado, sin más ni más, 4 la Pro-
videncia y al cuidado de una asistenta,
En este tiempo tuvo orden de la coria
para restitulrse 4 Sicilia, y se marchó tan
aceleradamente que no pudo pensar en mí,
ya fuese porque me contaba con log muer-
bos, Ó ya porque las personas de distin-
ción suelen padecer estas faltas de memo.
ria.
Mi asistenta fué la que me lo contó
todo, y me dijo que ella era la que había
buscado médico y boticario para que no
muriese sin su asistencia. Estas bellas no-
ticias me hicieron caer en profundo des-
varío. ¡Adiós, mi establecimiento venta-
joso en Sicilia! ¡ Adiós, mis más dulces
esperanzas! «Cuando os suceda alguna
»gran desgracia, — dice un Papa, —exami-
»naos bien y hallardis que siempre habdis
»tenido alguna parte de culpa.» Con per-
dón de este Santo Padre, no puedo des-
cubrir en que hubiese yo contribuido 4
mi fatalidad en aquella ocasión.
Cuando vi desvanecidas las lisonjeras
fantasmas de que me había llenado la ca-
beza, lo primero que me ocupó el pensa-
miento fué mi maleta, que hice traer á mi
cama para registrarla, Al verla abierta,
suspiró.
Ay, mi amada malota — exclamé,--
único consuelo mío! A lo que veo, has es.
tado á merced de manos ajenas.
—No, no, señor Gil Blas—me dijo en-
bonces la vieja,—crea usted que nada lo
han robado. He guardado su maleta lo
mismo que mi honra.
Encontré el vestido que llevaba cuando
entré á servir al Conde; pero busqué en
vano el que me mandó hacer el mesinés.
Mi amo no había tenido por conveniente
dejármelo, ó alguno se lo había apropia-
do. Todo lo restante de mi ajuar estaba
alli, y también una bolsa grande de cue-
ro donde tenía mi dinero. Lo conté dog
veces, porque á la primera, no hallando
más que cincuenta doblones, no creí que
quedasen tan pocos de doscientos y sesen-
ba que dejó en ella antes de mi enferme-
dad,
—¿Qué es esto, buena mujer ?—dije 4
mi asistenta.—Mi caudal se ha disminuido
mucho.
—Nadie ha llegado 4 él—respondió la
vieja, —y he gastado lo menos que me ha
sido posible; pero las enfermedades cues»