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alcanzar la renta de la prebenda, y de
esta manera acaso hubieras alagado la vi-
da de tu padre,
El desdichado Gil Póroz estaba ya lelo;
había perdido la memoria y el juicio, De
hada me sirvió estrecharle entre mis bra-
zos y darle muestras de mi ternura, porque
ninguna impresión le hicieron. Por más
que mi madre lo decía que yo era su so-
brino Gil Blas, no hacía más que mirarme
con un aire imbécil, sin responder nada.
Aun cuando la sangre y el agradecimiento
no me hubieran obligado á compadecerme
de un tío á quien tanto debía, no hubiera
podido menos de hacerlo viéndole en situa-
ción tan digna de lástima,
Durante este tiempo Escipión guardaba
profundo silencio, me acompañaba en mi
pena y mezclaba por amistad sus suspiros
con los mios. Pareciéndome que después
de tan larga ausencia tendría mi madre
muchas cosas reservadas que decirme y
que podía detenerla la presencia de un
hombre á quien no conocía, le llamé apar-
te y lo dije:
-Vete, hijo 1110, á descansar al me-
són, y déjame aquí con mi madre, que
acaso le creería demás en una conversa-
ción que no recaerá sino sobre asuntos de
tamula.
Retiróse Escipión por no incomodarnos,
y, efectivamente, mi madre y yo estuvimos
hablando toda la noche. Nos dimos recl-
procamente fiel cuenta de todo lo que 4
uno y Otro nos había sucedido desde mi
salida de Oviedo. Ella me hizo extensa re-
lación de sodas las desazones que habia te-
nido en lw varias casas donde había servido
de ducía, confiándome en el asunto mu-
chas cosas que no me hubiera alegrado que
las hubiese oído mi secretario, sin embar-
go de no tentr yo nada reservado para él.
Con todo el respeto que debo á la memo-
ria de mi madre, diré que la buena seño-
ra era algo prolija en sus relaciones, y me
hubiera ahorrado las tres cuartas partes
de su historia si hubiese suprimido las cir-
cunstancias inútiles de ella,
Acabó por fin su relación, y yo dí prin-
cipio á la mía. Contó por encima todas mis
aventuras; pero cuando llegué 4 la visi-
ta que me había hecho en Madrid el hijo
de Beltrán Moscada, el especiero de Ovie-
do, me extendí un poco sobre este pa-
saje.
—Confieso, señora-—dije á mi madre, —
que recibí con despego al tal mozo, el cual,
HISTORIA DE GIL BLAS DE SANTILT ANA
por vengarse de ello, no habrá dejado de
hablaros muy mal de mi.
—Así es—me respondió : —díjonog que
te había encontrado tan engreido con el fa-
vor del primer ministro de la Monarquía,
que apenas te habias dignado conocerle : y
que, cuando te pintó nuestras miserias, le
oíste.con mucha frialdad. Pero como los
padres y las madros, añadió ella, procu-
ran siempre disculpar á sus hijos, no pudi-
mos creer que tuvieses tan mal corazón.
Tu venida á Oviedo acredita la buena opi-
nión que teníamos de ti, y el sentimiento
de que te veo lleno la acaba de confir-
mar,
—Me hace mucho favor—respondí—esa
buen concepto que 4 usted debo; pero lo
cierto es que en la relación del hijo de
Moscada hay alguna verdad. Cuando me
vino á ver estaba yo embriagado con mi
fortuna, y la ambición que me dominaba:
no me permitía pensar en mis parientes,
De consiguiente, hallándome en semejante
disposición, no es de admirar que recibieso
mal á un hombre que, acercándose á mi
de un modo grosero, me dijo brutalmente
que, habiendo sabido que yo estaba más
rico que un judío, iba á aconsejarme que
enviase á ustedes algún dinero, respecto
á que'se velan en gran necesidad, y aun
me echó en cara, en términos nada come-
didos, mi indiferencia hacia mi gente. Ma
incomodó su llaneza, y perdiendo la pacien-
cia le eché á empujones de mi cuarto,
Confieso que me porté mal en aquella oca-
sión, que debf reflexionar que no era culpa
vuestra la falta de atención del especiero,
y que su consejo merecía seguirse, aunque
había sido grosero el modo de dármelo.
Esto fué lo que me ocurrió al pensamien-
to un momento aespués de haber despe-
dido ¿ Moscada. La sangre hizo en mí su
oficio, y acordándome de mis obligaciones
hacia mis padres, me avergoncó de haberlas
cumplido tan mal y sentí remordimientos,
de los cuales no puedo, sin embargo, hacer
mérito con usted, puesto que fueron sofo-
cados inmediatamente por la avaricia y por
la ambición. Pero después fui encerrado
por orden del Rey en el alcázar de Sego-
via, en donde cal gravemente enfermo, y
esta dichosa enfermedad es la que á us-
ted le restituye su hijo. Sí, por cierto:
mi enfermedad y mi prisión fueron las que
hicieron recobrar á la Naturaleza todos
sus derechos y las que me han desprendido
enteramente de la Corte. Hoy sólo suspiro