Full text: Historia de Gil Blas de Santillana

78 HISTORIA DE GIL BLAS DE SANTILLANA 
honrada y de honesta y grata conversación. 
—Sin duda—-dijo el juez,—tendrá usted 
una gran renta. 
—No, señor—-réepuso mi amo,—no ten- 
go rentas ni tierras y ni aun casa. 
—Pues ¿de qué vive usted?—le replicó 
el corregidor. 
—De lo que voy á enseñar á V. S.— 
respondió don Bernardo. 
Y al mismo tiempo alzó un tapiz y abrió 
una puerta que estaba tras de él, sin que 
yo la hubiese observado, y luego otra que 
estaba detrás de aquólla, 6 hizo entrar al 
juez en un cuartito donde había un cofre 
todo lleno de oro, que quiso viese con sus 
mismos Ojos. 
—Ya sabo V. S.—le dijo entonces, —que 
nosotros los españoles somos por lo gene- 
ral poco amigos del trabajo; mas por gran- 
de que sea la aversión con que otros lo 
miran, puedo asegurar que ninguna se 
iguala con la mía. Soy naturaln.ente tan 
perezoso y holgazán, que no valgo para 
ningún empleo ni ocupación. Si quisiera 
cononizar mis vicios dándoles el nonibre 
de virtudes, diría que mi pereza era una 
indolencia filosófica, un rasgo del enten- 
dimiento desengañado de lo que el mundo 
solicita y busca con tanto ardor; pero debo 
confesar de buena fe que soy haragán y 
perezoso de nacimiento, tanto que, si me 
viera precisado á trabajar para comer, creo 
que me dejaría morir de hambre. En este 
supuesto, á fin de pasar una vida que aco- 
modase con mi nabural, por no tener la 
molestia de cuidar de mi hacienda, y mu- 
cho más por no haber de lidiar con admi- 
nisiradoreg ni mayordomos, convertí en di- 
nero contante todo mi matrimonio, que 
consistía en muchas posesiones considera- 
bles, Cincuenta mil ducados en uro hay en 
este cofre, lo que basta y aun sobra para lo 
que puedo vivir, aunque pase de un siglo, 
pues no llega 4 mil los que gasto cada año, 
y cuento ya diez lustros de edad. No me 
da cuidado lo venidero, porque, gracias al 
Cielo, no adolezco de alguno de aquellos 
tres vicios que comúnraente arruinan ú los 
hombres. Soy poco inclinado 4 comilonas 
y meriendas; juego poco, por mera diver- 
sión, y estoy ya muy dosengañiado de las 
mujeres. No temo que en mi vejez me 
cuenten en el número de aquellos viejos 
lascivos á quienes las mozuelas venden sus 
mentidos 6 interesados favores á precio de 
Oro, 
—¡Oh, qué dichoso es usted !-—exclamó 
el corregidor.—Teníanle contra toda 
por un espía, ocupación que de ningún mo- 
do podía convenir 4 hombre de su carúc: 
ter. Prosiga usted, don Bernardo, en vivir 
como ha vivido hasta aquí. Tan lejos es 
taró do turbar sus días tranquilos y sere» 
nos, que desde luego los envidio y me de: 
claro por su defensor. Pídole 4 usted su 
amistad, y yo le ofrezco la mía. 
—¡ Ah, señor | —exclamó mi amo, pene: 
trado de tan atentas como apreciables pa- 
labras, —admito el precioso don que Y. 5, 
me ofrece. Su amistad es complemento 
de mi felicidad. 
Después de esta conversación, que el 
alguacil y yo olmos desde fuera, el corre- 
gidor se despidió de mi amo, que no halla- 
ba expresiones con que manifestarle su 
agradecimiento. Yo de mi parte, por imi- 
tar á mi amo y ayudarle á hacer los hono- 
res de la casa, harté al alguacil de profun- 
das cortesías, aunque en el corazón le mi: 
raba con aquel tedio con que todo hombra 
A 4 
de bien mira á un corchete. 
TI 
DE LA ADMIRACIÓN QUE CAUSÓ Á GIL BLAS 
EL ENCUENTRO CON EL CAPITÁN ROLANDO, 
Y DE LAS COSAS CURIOSAS QUE LE CONTÓ 
AQUEL BANDOLERO. 
| 
Luego que don Bernardo de Castelblan- 
co hubo despedido al corregidor, acompa- 
ñándole hasta la calle, volvió prontamente 
á cerrar el cofre y todas las puertas que le 
resguardaban. Hecha esta diligencia, salió 
de casa muy placentero por haberse gran- 
jeado tan importante amistad, y yo no me- 
nos alegre por ver asegurados ya mis seis 
reales. La gana que tenía de contar esta 
aventura 4 Meléndez me obligó á encami- 
narme á su casa; pero al estar ya cerca 
de ella, me encontré con el capitán Rolan- 
do. No puedo explicar lo sorprendido que 
me quedé con este encuentro, ni pude me- 
nos de estremecerme y temblar á su vista. 
El también me conoció ; llegóse á mí gra- 
vemente, y conservando todavía su aire 
de superioridad, me mandó que le siguieso. 
Obedecile temblando, y en el camino iba 
diciendo entre mí mismo: 
—|Pobre de mil Ahora querrá que le 
pague todo lo que le debo. ¿Adónde me lle- 
vará? Puede que tenga en esta villa alguna 
cueva obseura. ¡Diablo! Si tal creyera, en 
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