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bello de aquella mujer, y no obstante, el
señor de Nancey no tuvo un instante de
duda.
—| Es ella !—se dijo,
Era ella, en efecto. Aunque nada la de-
nunciaba, ni permitía reconocerla, Paul la
adivinaba, á causa del inexplicable mag-
nebismo, de que no podía sustraerse, que
atraía su mirada hacia ella. La aguja iman-
tada de la brújula no obedece más dócil-
mente á las poderosas y secretas influen-
cias que la dirigen á su gusto.
A partir de aquel momento, Paul, más
sosegado de una fiebre inquietante, escu-
chó con mucha más, atención el informe
de su abogado, y cuando éste concluyó le
estrechó la mano con reconocimiento,
El sustituto del procuradorvimperial, co-
mo ya sabemos, declaró que no se oponía
á que el jurado apreciase en favor del se-
for de Nancey, el beneficio que preceptúa
el artículo 324 del Código penal, y los doce
jurados declararon por unanimidad que el
procesado no era culpable.
Tras esta declaración, acogida por gran-
des aplausos, el presidente de la sala orde-
nó la libertad inmediata del señor de Nan-
cey, si no se hallaba sujeto á algún otro
proceso,
Los aplausos redoblaron. Paul hizo una
reverencia al tribunal, estrechó de nuevo
la mano de su defensor y no tuvo más que
un pensamiento, el de cruzar entre la mul-
titud para aproximarse lo antes posible 4
Blanca Lizely ; pero la dama, del traje ne-
gro, había desaparecido. Ignorando qué
camino habla tomado, el señor de Nancey
no esperaba encontrarla y no intentó se-
guirla,
El abogado encargado de la defensa de
nuestro héroe estaba tan seguro de su éxi-
to, que oficiosamente dió órdenes 4 los
criados de su cliente,
—Permitidme quitar la toga—le dijo, —
y os conduciré hasta vuestro carruaje, que
os espera en la plaza Dauphine... Sal-
dremos por pasillos desconocidos del pú-
blico y así evitaremos que os vean las gen»
tes que os aguardan en la sala de los Pasos
Perdidos, en la plaza del Palacio de Jus-
ticia, que Os prepara una ovación. Así os
evito este peligro,
LOS DRAMAS DEL ADULTERIO
-—Será un nuevo fayor que os debers...
—repuso Paul,
Media hora después de haberse cambiado
estas palabras, el carruaje paraba en el
patio de la calle de Boulogne y el Conde
subía los peldaños de la escalinata. Era la
primera vez que traspasaba los umbrales
de su casa desde aquella noche terrible en
que por obedecer 4 Blanca Lizely había
arrojado de allí 4 Margarita, 4 quien debía
poco después dar muerte en casa de René
de Nangis. Una vez cometido el doble
asesinato, esperó la llegada del comisario
de policía, avisado por el criado del Ba-
rán y se entregó prisionero,
Muy pálido, sumido á pesar suyo en log
pensamientos fúnebres que despertaba en
su alma la vista de aquella casa que había
habitado con su víctima, no respondió 4
su ayuda de cámara que le daba la bienye-
nida. Lentamente y con la cabeza baja,
subió la escalera, y abrió, sin darse cuenta
de lo que hacía, la puerta que se hallaba
en frente, en el primer tramo de la escale.
ra. Era la de un gabinete próximo á uno
de los salones de recepción,
Se detuvo y como un hombre que des-
pierta de un sueño, levantó la cabeza y,
miró los objetos que le rodeaban, Su pali-
dez mate_se tornó lívida.
Retrocedió presa de un terror injustif-
cado ; gotas de frío sudor bañaban su fren-
te y un convulsivo estremecimiento pasó
por su cuerpo. Era que vela 4 Margarita
enfrente de él. Margarita, radiante de jú-
ventud y de belleza; Margarita sin haber
sufrido ; Margarita creyendo en el amor y,
confiando en el porvenir.
—¿Es que mo vuelvo loco?—se pre-
guntó Paul después de uno ó dos segundos
de angustia. —¿.De qué me asusto? Es un
retrato...
Era, en efecto, el retrato de cuerpo en-
tero de la pobre joven, pintado por un ar- *
tista notable algún tiempo después de la
muerte de Nicolás Bouchard.
Paul se decidió de nuevo 4 levantar los
ojos y haciendo un llamamiento 4 todo su
valor, miró fijamente el retrato.
Jamás pintura más sólida y más ele-
gante á la vez, había reproducido mejor ni
más hermoso modelo, Con un vestido de
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