LOS DRAMAS DEL ADULTERIO
“denas de oro, cuyo perfume le causaba
el vórtigo, la irresistible hechicera que
desde hacía tiempo se rehusaba, iba en
fin á sor suya en absoluto, sin obstáculos,
sin restricciones, sin remordimientos, per-
maneciendo su querida adorada y siendo
al propio tiempo su legítima mujer. Paul,
delirante, agitado hasta la locura, se ha-
cla estas reflexiones atravesando la galería
á cuyo final se hallaba la puerta del to-
cador de la nueva Condesa. Intentó abrir
aquella puerta y con gran sorpresa observó
que los cerrojos interiores estaban echados.
¿Qué significaba aquello? Blanca debía
aguardarle. Sabía que él iba á ir. ¿Por
qué aquel obstáculo imprevisto retrasaba
algunos minutos el momento por el cual
Paul hubiera dado algunos años de su
vida?
La impaciencia del Conde igualó gu sor-
presa á la cual no se mezclaron por el
pronto ni sospecha ni irritabilidad. Sólo la
casualidad era sin duda el culpable. Sin
duda, alguna de las doncellas distraída-
mente, por la tarde, habría echado los ce-
rrojos, 6 ignorando la Condesa este de-
tallo, la puerta continuaba cerrada. Nada,
en suma, más probable y nada más cierto,
Llamó dulcemente primero y esperó du-
rante uno ó dos segundos,
Ningún movimiento, ningún ruido se
produjo que pudiera anunciarle que le ha-
bían oído ; llamó más fuerte, después muy
fuerte, resultando la misma inmovilidad y
el mismo silencio.
Entre la galería y la alcoba no habla
más que el tocador, era imposible que
Blanca se hubiera dormido y aun cuando
así hubiera sucedido, la mano impaciente
de Paul golpeando el sonoro tablero de la
puerta, hubiera bastado para interrumpir
el sueño más profundo,
¿Por qué, pues, se obstinaba la Con-
desa en no responder y en no abrir?
El señor de Nancey acercó sus labios
á la cerradura de la puerta y dos ó tres
veces seguidas pronunció el nombre de
Blanca, con voz acentuada acabando por
gritar, dominado por la cólera.
Conteniendo, no obstante au excitación
y violentándose, esperó de nuevo prestan-
do atención.
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Igual silencio en el interior, silencio que
era incomprensible.
Un vago terror se apoderó del Conde y
las ideas más absurdas se presentaron á su
imaginación. En el estado de ánimo en
que se hallaba, todo le parecía posible, has-
ta lo imposible.
—¿Si Blanca se habrá fugado? ¿Si no
estará en la álcoba ?
Apenas esta horrible suposición cruzó
por su mente, retrocedió dos ó tres pasos,
tomó impulso y dando fuertemente con la
espalda en la puerta, la hizo ceder, que-
dando sujeta sólo por una de las bisagras
y dejando el paso libra. La luz que llevaba
en la mano el señor de Nancey cayó al
suelo quedando en una profunda obscu-
ridad ; pero a? mismo tiempo una luz inun-
dó el tocador, y Blanca, descalza, reco-
giendo contra su pecho los pliegues de un
desordenado peinador, apareció á la en-
trada de la alcoba.
Paul se dirigió hacia Blanca.
Con el desorden de su traje estaba ton
bella, que la cólera del Conde se disipó
al verla, fuése hacia ella, pero ésta Te de.
tuvo con ademán imperioso.
—¿ Cómo, tal escándalo en vuestra ca-
8a,?... Y sois vos... vos... un noble... ¡Ah,
señor Conde!...
—¡Bed justa! —balbuceó el señor de
Nancey.—¿Es mía la culpa?... He obra-
do bruscamente, lo confieso; pero si ma
hubieseis abierto la puerta...
—No la habríais violentado ; pero, al no
abriros, debisteis comprender que deseaba
permanecer sola y respetar mi deseo...
—¡ Permanecer sola esta noche! ¿Lo
habéis deseado? ¿Os habéis figurado que
yo lo consentiria ?
—¿Por qué no?.,.,,
—Porque sois mi mujer... porque sois
mía... La ley de Dios y de los hombres
lo ordena así... el matrimonio me ha dar-
do estos derechos...
—No usaréis de esos dérechos, sin mi
consentimiento, si sois un hombre galan»
te. ¡Poseer uns mujer en nombre de la
ley es un triste privilegio, y no espero
que nuestro casamiento haya hecho de mi
vuestra esclava! Además, os he declarado
loalmente, que si yo aceptaba vuestro nom».