ás
/
LOS DRAMAS DEL ADULTERIO
ua fisonomía, contraída y casi desconocida,
—Debía tener ese cara cuando mató á
Margarita—pensd Blanca.
Al verla, el Conde extendió su brazo de-
recho hacia el reloj y dijo con voz apenas
perceptible .
—La una y media. ¿De dónde venis?
—¿No soy dueña de mis actos ?—pre-
guntó Blanca con altanería.
—¿De dónde venís ?—repitió el Conde.
—¿Qué os importa?
—¡Soy vuestro marido! y por tercera
vez os pregunto, ¿de dónde venís?
—¿De modc que pretendéis pedirme
cuonta de mis acciones ?
—Lo pretendo, sí, señora,
—¿ Y si yo me negara ?...
—£Si os negarais, tened cuidado...
—¿De qué?... ¿Me matarlais?... SÍ, ya
só que matáis 4 las mujeres...
Blanca se hallaba á tres pasos de Paul,
levantó la cabeza y esperó. Los dos espo-
$0s cruzaron sus alradas miradas como dos
duelistas cruzan sus espadas, buscando
cada cual el sitio mul defendido, en que
poder herir mortalmente 4 su adversario.
—¡ Mato á quien me ultraja y engaña |—
murmuró el Conde con voz entrecortada,
—¿ Y creéis que os engaño ?—preguntó
Blanca con altivez.
—No creo nada ; sólo deseo saber, y por
eso os interrogo, por lo tanto debéis res-
ponderme.
—Pues el que quiera saber que estudie—
replicó la Condesa.—Hubiera podido res-
ponderos á la primera vez; pero resisto á
la amenaza y no responderé. Habláis de
ultraje y de engaño... ¡Sois vos quien me
ultraja dudando de mí y no admito esa du-
da! ¡La vida que me hacéis llevar es odio-
sa! ¡Es demasiado sufrir vuestro amor!
¡ Dentro de algunas horas habré abandona-
do esta casa, no llevándome nada que os
pertenezca, incluso vuestro nombre, que
os devuelvo, ese nombre que no me ha va-
lido más que desaires y desprecios de todo
el mundo! Ya no existe la condesa de Nan-
cey y sí sólo Blanca de Lizely, que se
« marchará mañana,
—¡ Partir !...—murmuró Paul temblan-
do, pues bastaba esta amenaza para hacer-
lo olvidar de pronto su cólera, sus angus-
127
bias y las sospechas que Blanca no se cui-
daba de destruir.—¿Es cierto? ¿Me aban-
donaríais? ¿Os podríais separar de mi?
-—Lo podría, antes que continuar su-
friendo lo que me hacéis padecer hace un
rato... ¡La injusticia me indigna !... ¿Qué
móvil podría detenerme? No me améis...
El hombre que acusa ha dejado de amar...
Digámonos adiós, señor Conde, adiós para
siempre y hacedme la justicia de creer que
os perdono...
—'¡ Blanca | —balbuceó el señor de Nan-
cey procurando coger las manos de su es-
posa, —he hecho mal... soy un insensato. ..
y no os acuso... 0s lo juro... Todo lo que
* queráis contarme lo creeré... ó más bien
no me digáis nada... No quiero saber na-
da... Sea lo Que quiera lo que hayáis hecho
habéis obrado bien al hacerlo; pero no me
abandonéis, mi Blanca adorada, no me
abandonéis... ¿Podría, acaso, vivir sin
vo8?...
—¡ Pues bien, sea !l—contestó la Conde-
sa después de un momento de silencio.—
Cedo... me quedaré... pero es preciso que
lo sepáis todo. Soy yo la que quiere ha.
blar ahora, y cuando os hayáis enterado
os avergonzaréis de vuestras sospechas,
XII
La señora de Nancey, por una manio-
bra estratégica de una pasmosa habilidad,
había hecho abortar la tormenta que duran
to las angustias de una larga espera se ha-
bía formado en el corazón y en el cerebro
del Conde. Aunque éste, con la mejor bue-
na fe, no quería saber ni oir nada, la Con-
desa insistió en referirle con detalles el em-
pleo de aquella noche, dando tal aparien-
cia á su relato que la visita 4 La Closerie
des lilas y la cena en La Maison d'Or con
numerosa compañía, pasaron á los ojos de
Paul por meros caprichos de los cuales no
debe escandalizarse nadie.
La Condesa imploró de nuevo su per-
dón que le fué acordado. Al salir el Conde
de la alcoba de Blanca, se hallaba más que
nunca bajo el imperio de aquella ciega y
bestial pasión que abrasaba su sangre y,
turbaba su razón.