A —
A a A O
130
. —Si me lo permitis, Condesa, salgo á
yer qué me quiero.
—Ciertamente que os lo par. nito.
El señor de Loray dejó el pequeño sa-
lón y volvió 4 los pocos minutos.
—¿Y bien ?—preguntó Blanca.
—El Principe solicita el honor de seros
presentado y yo me he tomado la libertad
de hacerle concebir la esperanza de que
su petición será acogida favorablemente.
—Habéis hecho bien. El Principe, pre-
sentado por vos, será recibido como un
amigo de seis meses,
—Entonces voy por él...
La presentación “e hizo en toda regla
y la Condesa, alargando su pequeña mano
á Gregory, le dijo sonriendo:
—Estoy en casa todos los jueves. Casi
todas las noches voy al teatro y los ami-
gos que se acuerdan de mí, saben que con-
vierto mi palco en una sucursal de mi sa-
lón, donde se habla de todo... De manera
que si lo deseáis podéis seguir el ejemplo.
El Principe respondió 4 aquellas ama-
bles frases, las banales que son de rigor
en casos semejantes. Al hablar, y rete-
niendo entre las suyas la mano de Blan.
ca, algún tiempo más que lo conveniente,
Gregory miraba á la joven con atrevida
fijeza. Al principio, la Condesa soportó
sonriendo el imperio de aquella mirada ex-
traña de la que parecía brotar un rayo de
ae pero bien pronto sintió que la mi-
rada del Principe pesaba. sobre ella física-
mente como una cosa tamgible y ponde-
rable,
Esta sensación le causó un inexplicable
malestar. Desapareció su sonrisa y bajó los
ojos no obstante su audacia.
Esta circunstancia no pasó inadvertida
para el Principe y dejó de hablarla cam-
biando afectuosos apretones de manos con
el vizconde Guy de Orancó, y el barón
d'Albán á quienes conocla,
En cuanto Gregory dejó de mirar á
Blanca, sintió desvanecerse como por en-
canto aquel malestar que no tenía causa
Justificada, volviendo á ser como siempre,
y dijo:
—Príncipe, estos señores, nuestros ami-
gos, aseguraban hace un momento que
tenéis costumbres nómadas y que no fi-
LOS DRAMAS DEL ADULTERIO
jándoos en ninguna parte, campáis un po»
co por todos lados...
—Es cierto, señora Condesa.
—Dispensadme una pregunta harto in-
discreta; pero soy hija de Eva, y por lo
tanto, curiosa... ¿De qué punto venís
ahora?...
—De Londres.
—¿Dónde habéis permanecido mucho
tiempo?
—Tres meses...
—Y desde que dejasteis París hasta que
fuisteis 4 Londres, ¿en dónde habéis es-
tado ?
—En Viena.
—¿ Supongo que hablaréis inglés y ale-
mán ?
—Señora Condesa, hablo todos los idio-
mas. COosmopolita por vocación, es preciso
que pueda hacerme entender á donde vaya.
—Pues es una vocación bien triste pa-
ra vuestros amigos, porque os pierden de
repente y no saben cuándo os volverán 4
ver
Los amigos son ingratos, señora Con-
desa. El día de mi marcha me dicen: Qué
original y al otro día no se acuerdan de ml.
—Y tienen razón, porque los abando-
náls...
—Por eso no me quejo...
ojos, lejos del corazón; dice un proverbio
de vuestro pais... Me conformo con que
mis amigos me den la mano como lo ha-
cen cuando vuelvo... lo cual, podéis creer-
me, les agradezco sinceramente.
—Y probablemente ¿dentro de algunos
meses Ó de algunas semanas volverbis á
dejar la Francia?
—No lo pienso...
—¿De veras?
—Os lo aseguro, señora Condesa, Ten-
go confianza en los presentimientos, y log
míos me dicen que esta vez permaneceró
largo tiempo en París... quién sabe... qui-
Zás para siempre... Sl
—¿Que se acabaron las peregrinaciones
largas? ¿El hombre errante se fijará al
fin? ¿El ave viajera, amante del espacio
y de los horizontes a se cortará las
alas ?
—¡Sf, por Dios!
—¡ Será un milagro!
Lejos de los