LOS DRAMAS DEL ADULTERIO
«—Señora Condess, en mi país se cree
en los milagros.
—¿ Quién realizará éste?
Gregory fijó de nuevo sobre la condesa
de Nancey aquella mirada fija y en cierto
modo magnética cuyo efecto ya hemos he-
cho constar, y después de un instante de
silencio respondió.
—Eso es un secreto, señora, que no
interesa á nadie más que á mí.
—¡ Ah I—replicó la Condesa sorprendi-
da, —apostaría que el autor de este mila-
gro es una mujer y que anda el amor por
medio...
—Señora Condesa, no osaría contrade-
ciros... porque habéis acertado.
—¡Ah! ¡ Estaesl que es buena! ¡ Os ha-
bsis dejado pillar! Lo cual no impide que
apuremos esta copita de Jerez á la salud
de los ojos negros ó azules de vuestra mis-
teriosa dama—dijo el barón d'Albán.
—Va haciéndose tarde, señores—dijo la
Condesa mirando su reloj.—A caballo y
quien me ame que me siga,
Un minuto después, todo el mundo es-
taba á caballo y Gregory se agregó al es-
cuadrón volante que formaba el cortejo de
la sirena de los cabellos de oro.
En cuanto entraron en Parls, los ca-
balleros se separaron de la amazona y 68-
ta dió de nuevo la mano al Principe di-
cióndole;
—Príncipe, cuento con vos. No olvidéis
que los jueves estoy en casa y los otros
días aquí ó allí... Buscad y encontraréis...
Gregory se inclinó y apoyó sus labios
en la mano de la Condesa.
La estancia en Madrid se había. prolon-
gado á causa de la presentación del Prin-
cipe y de la conversación cuyos fragmen-
tos acabamos de reproducir, Era cerca del
mediodía cuando la condesa de Nancey
entraba en su hotel, donde, según costum-
bre, se almorzaba á las once en punto.
Blanca se despojó de los guantes, del som-
brero y sin quitarse la amazona preguntó :
—¿ Donde está el señor Oonde?
_—En el comedor—contestó el ayuda de
cámara.—Como la señora no había regre-
sado, el señor Oonde ha almorzado solo...
Esta respuesta no le agradó; pues aun-
que quería obrar libremente y sin ningún
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miramiento hacia su marido, no le pare»
cía bien que éste no le guardase toda clan
se de consideraciones; así es que al diri»
girse al comedor iba diciéndose
—Es preciso que esto no se repita..a
¡no, jamás!...
Abrió violentamente la puerta y se de-
tuvo estupefacta en el dintel. Un espeo-
táculo inesperado y lamentable se ofreció
á sus OJOS.
XIV
>
El almuerzo estaba servido en log plas
tos conservando el mismo orden simétrica
en que los había colocado el maítre d'hotel,
Paul, sentado, ó más bien recostado,
con la cabeza caída sobre el respaldo de
su asiento, ofrecía la posición y la fiso=
nomía de un hombre dormido, aun cuan»
do no tuviese los ojos cerrados. Su mira-
da era extraviada aunque con fijeza idiota
miraba una cesta de flores sostenida pon
dos niños, que habia pintada en el techo,
Sus brazos inertes, extendidos á lo larga
de su cuerpo abandonado. Su cara se ha-
llaba teñida de color purpúreo. Una bo-
tella de ajenjo mediada y dos botellas de
vino de Porto vacias, situadas delante de
él, explicaban aquella extraña somnolen»
cia.
El Conde había bebido desenfrenadamen-
te, con rabia, para cauterizar las heridas
que le hacían en el corazón las angustias
de la espera y de los celos. Sometido á los
efectos del ajenjo permanecía alli coma
una masa inerte y nada de lo que consti-
tuyo la criatura inteligente existía en él,
Blanca, como ya hemos dicho, no tras-
pasó el dintel. Miró, comprendió, y por la
primera vez la condesa de Nancey contem-
pló 4 su marido en aquel estado. Una son»
risa, ó más bien una especie de rictus de
una expresión aterradora apareció en sus
labios.
—¡ Ah | —murmuró,—esto es repugnan-
te... esto es el colmo...
Dicho esto, cerró la puerta, subió 4 sus
habitaciones y dió orden de que en un vela-