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buen tirador; pero conociendo su juego
como le conoces tú, le despacharás en quin-
ce segundos.
—¿El conde de Nancey ?—repitió Oleve-
land.—¿Es con el conde de Nancey con
quien debo batirme?
—¿No lo sospechabas?
——No, por Dios.
—Pues bien, es con él,
«—Pero, ¿por qué?
—Para ganar dinero, pardiez, y tener
el precio del amor. de Clorinda, debiendo
bastarte esta doble razón.
—Mo basta... péro me parece que para
batirse se necesita yn motivo... al menos
un pretexto...
—Ya habrá uno.
—¿ Cuál ? a
—El mejor de todos. El señor 46 Nan-
voy te insultará.
—Paro si yo casi no le conozco y soy
muy atento con él cuando vamos á su casa
los jueves...
—Te aseguro que te insultará; es más,
que te desafiará... '
—¿ Tanto aborrecóis á ese pobre conde
Paul de Nancey ?
—Maldito si le aborrezco.
—Entonces, ¿por qué queróis que se
realice un desafío y que le mate?
—Porque me estorba,
—Os estorba para poder amar con li»
bertad 4 su mujer.
—Para eso no me estorba; pero sí para
casarme con su viuda.
Oleveland quedóse aturdido,
—Van á dar las diez—añadió Gregory,
——y voy á vestirme. Luego iremos á almor-
zar juntos, llevarán los caballos al cafó In-
glós, porque me aguardan esta mañana en
el Bosque.
Una hora después de la escena que aca-
bamos de relatar á nuestros lectores, el
Principe se reunía á la Condesa de Nan-
cey cerca del arco de la Estrella y pen-
saba :
—Decididamente será una buena viuda...
y, na viuda rica!... ¡qué aún es mejorl
109 DRAMAS
DEL ADULTERIO
XVIII
Hacía algurros dias que todo el mundo
hablaba del estreno en el Teutro des Ca»
prices parisiens de una pages bula en tres
actos, que, á juzgar por lo que se decía,
debía ser un éxito colosal.
El título de la obra era de suyo bustante
sugestivo,
Les Poules de la Cochinchime, se ase-
guraba que se pondría en escena con un
lujo deslumbrador.
Los autores del libreto hacía tiempo que
habían logrado conquistarse una reputa-
ción,
Nadie como ellos poseen el arte de sem»
brar á manos llenas los chistes oportunos,
haciendo que las escenas escabrosas sean
aceptable
Si alguna vez las señoras se tapan la
cara con sus abanicos, al ver ofendida la
virtud, aquel abamico no se extiende para
cubrir un justificado rubor, sino para ocul-
tar una sonrisa,
El autor de la música... pero aqui nos
detenemos. Hablar de él, es bien difícil.
Con sólo decir que es el creador inimita-
ble de un género que se ha hecho popular,
brillante, elegante, espiritual, encarnado
absolutamente en él, todo el mundo le ro.
conocerá y su modestia quizás no nos per-
donará el haberle así bosquejado.
La señorita Clorinda, estrella des Ca-
prices parisiens, debía naturalmente des»
mpeñar el papel principal. 4
La víspera de la: primera representa»
ción, Cleveland fuó á buscar á Gregory
para comer juntos en el cafó Inglés, lle»
vando la cara del hombre que se halla
bajoel peso de una desgracia.
—¿Qué hay de nuevo?-—le preguntó el
Principe
—(Jue es mañana—contestó el inglós, —
cuando Clorinda representará el papel dae
reina Coricodéte,
—Lo que me contáis no constibuye una
desgracia,
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