Full text: Los dramas del adulterio

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A mnáigós 
LOS DRAMAS DEL ADULTERIO 167 
—¡ Pardiez... soy yo! ¿Acaso no me es- 
perabais?... 
En el momento en que el Conde, tan 
amenazador como el fantasma Banquo en 
el festín de lady Macbeth, apareció en 
aquel salón, la esposa adúltera envuelta 
en un magnífico peinador, con. la cabellera 
flotando sobre sus espaldas, tocaba el 
piano. 
Gregory escribía en una mesita en la 
que se veía en medio del desorden de los 
papeles un par de pistolas. 
El Principe y la Condesa volvieron la 
cabeza al mismo tiempo y reconocieron 
sorprendidos al señor de Nancey, compren- 
diendo que iba á pasar algo terrible. 
El Príncipe se levantó más- pálido que 
de ordinario y Blanca recordó el drama de 
la plaza Vintimille. 
—¡ Va 4 matarnos !l—pensó ; y arrastra- 
da por el instinto de heroína que con fre- 
cuencia se halla en el fondo del corazón de 
las mujeres, se puso delante de Gregory 
queriendo preservarlo con su cuerpo, como 
Margarita había tratado inútilmente de 
salvar 4 René de Nangis. 
—¡ Señora, no temáis !-—dijo el Conde 
con sonrisa extraña. — Bien veis que no 
tengo nada en las manos... 
Pasado el primer instante de estupor, 
Gregory pudo dominarsa, 
—Os suplico que os apartéis, Blanca— 
murmuró Gregory retirando dulcemente á 
la Condesa,—éste es un asunto grave 'que 
debe ventilarse: entre hombres.—Y diri- 
giéndose á Paul le dijo.—Comprendo lo 
que esperáis de mi... 
—Lo comprendéis...—repitió el Conde 
con sonrisa sombría, —en verdad que es 
feliz... 
-—Y no es menester añadir que estoy á 
vuestras órdenes. 
—Asií lo espero ; pero toda vuestra san- 
gro no bastará 4 lavar la mancha que ha- 
béis hecho á mi honor, y quiero antes de 
mataros, devolveros insulto por insulto. 
Al decir estas palabras, Paul levantó 
la mano derecha con rapidez asombrosa y 
abofeteó al Principe, 
Blanca se asustó y Gregory lanzó una 
exclamación de furor, Se fué 4 la mesa en 
que antes escribía, cogió una pistola y la 
dirigió sobre el Conde. 
Este habia sacado del bolsillo un revól» 
yer y apuntó al pecho del Principe. 
—¡ Ah, como queráis! Matémonos en el 
acto... aquí mismo... Será para esta señora 
un plato de gusto, que sin duda le agro 
dará... 
Gregory deseaba matar, pero no morir, 
Si hacia fuego, el Conde contestarla y tel 
vez cayese muerto. Los tiros á quema ropa 
rara vez dejan de ser mortales y Gregory 
se sentía perdido. 
Este razonamiento inatacable calmó de 
pronto el furor del Principe, quien dejó sy 
pistola encima de la *mesa. El Conde al 
mismo tiempo guardó su revólver, 
Hábil para gacar partido de todo, Gregory 
se felicitaba de la bofetada que habia re- 
cibido, creyendo tener un triunfo más en 
su juego. 
—Habéis cambiado la situación, señor 
Conde. Ahora soy el ofendido y tengo la 
elección de armas... 
—¿ Qué me importa ? 
—Elijo la espada... 
-—He traido las mias. ¿Las aceptáis? 
— Aceptadas. ¿Cuando nos batimos ? 
—Dentro de una hora. 
—Está bien—dijo Gregory,— voy á ver 
si encuentro testigos. 
—¿ Para qué testigos? Estamos en con- 
diciones especiales y las conveniencias se 
imponen. ¿Quién se ocupará mañana del 
cadáver desconocido que hallen? Nadie co. 
noce aquí mi nombre y vos no habéis dado 
el vuestro; si la justicia se mezcla en el 
asunto, el matador se hallará ya lejos de 
aquí... No, no, sin testigos. ¿Consentís? 
—Consiento. 
—No falta más que escoger el sitio para 
el desafio. 
—Escogedle vos... 
—Esta es la primera vez que vengo él 
Hombourg y no sé... 
—Los alrededores de la población me son 
conocidos y puedo dirigiros... 
—Hacedlo entonces 
—Conozco á un cuarto de legua un pe» 
queño bosque, en él hay un claro muy d 
propósito para un desafío... Nadie nos mo-
	        
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