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jos, prefiriendo el vergonzoso sueldo de
un franco y cincuenta cóntimos diarios
de la revolución, al jornal honrado del ta-
ller, desdeñando las herramientas del tra-
bajo por el chassepot del amotinado. Des-
pués de la patria extenuada, iba á verso
á aquellos que la habían convertido en car-
nicería, cobardes agitadores y jefes des-
preciables, ocultarse asustados 6 huir des-
pavoridos, mientras que sus soldados mo-
rían.
Y entre aquellos agitadores, entre aque-
llos jefes, se iba á hallar hombres, que
antes del día, en quo el orgullo fué lle-
vado hasta la lesura, se habían conquis-
tado una reputación en las letras y en las
artes, y que, doblemente criminales, em-
pleaban su doble prestigio de talento y ce-
lebridad en conducir hacia el abismo á las
masas que fascinaban.
So iba á ver al artista Courbet cometer
la abyecta acción de derribar la columna
Vandóme, ese monumento da nuestras glo-
rias pasadas, ese fiero trofeo, hecho con
el bronce de los cañones tomados al ene-
migo, se iba á ver caer sobre el fango,
mientras que aquel fango viviente que se
llamaban federales, aclamaba su demoli-
ción y ocultos en la columna, los oficia-
les y los espías del emperador Guillermo,
sesburlaban de aquel pueblo delirante, pi-
soteando bajo sus pies sus glorias y es-
cupiendo sobre su honor.
Iba á verse, en fin, y de todas las cosas
imposibles, ésta parece la más inverosí-
mil, á Víctor Hugo, el poeta ilustre, una
de las glorias de la Francia realista, ofre-
cer el asilo de su casa de Bruselas 4 los
escapados comunistas, es decir, á los ase-
sinos del arzobispo y de Chaudey, 4 los
petroleros de las Tullerias y del Hotel de
Ville, 4 los incendiarios de log teatros,
donde el autor del Roi s'amuse y de Ma-
rie Tudor había visto en otros tiempos re-
presentar sus dramas.
No debemos detenernos más tiempo en
estos detalles abyectos y seguiremos direc-
tamente hacia el desenlace.
Ya-se sabe qué turba de aventureros ex-
tranjeros, recamados de oro y de galones,
cayó sobre París como una bandada do
buitres para reclumar 6u parte en el in-
LOS DRAMAS DEL ADULTERIO
menso motín, ¿Quién no se acuerda de
los Dombrowskt, de los Wrobleski y La
Cecilia y de tantos otros, todos generales
de tropas comunistas ?
En la gran ciudad se hablaba mucho
de un coronel de federales qho rápidamen-
te se había hecho popular y casi legen-
dario.
Le llamaban príncipe valaco; pero, en-
tre los demás federales, hacían poco caso
de su rango y título. El rumor público
aseguraba que en otros tiempos habla in-
tentado asesinar á Napoleón III. Ocupaba
en la Internacional un puesto elevado.
El prusiano Franckel le estimaba. Chese-
rot respondía de él.
Era un valiente de gran serenidad.
Su figura, sus largos bigotes finos, su
aspecto agradablo, su generosidad sobre
todo, impresionaba vivamente á los movi-
lizados que le daban guardia, celebrando
que no fuese más que coronel, cuando hu-
biera podido ser general por sólo su vo-
luntad
Los federales le aclamaban cuando se-
guía á caballo la línea de los boulevards
con su kepis de cinco galones, su gran 8a-
ble de eaballería golpeando los ijares de su
montura, sus revólvers relucientes sujetos
á su cinturón por dos cadenitas de acero,
ó cuando de noche buscaba una distrac-
ción amorosa, bien permitida después da
las fatigas de la guerra, pasaba arrellanado
sobre los almohadones de una carretela de
doble suspensión, robada en la cochera de
algún reaccionario, rodeado de jóvenes de
vida demasiado alegre.
Este coronel, como los demás coroneles
federales, hacía algunas veces su procla-
ma, escrita en buenas formas.
Nunca la firmaba con su título de Prin-
cipe. ¿Tenemos necesidad de decirlo? Sólo
ponía Gregory.
Era, en éfecto, nuestro Principe valaco ;
era Gregory ú quien las mujeres, y sobre
todo el juego, habían en algunos meses des-
pojado de la fortuna de la Condesa.
Al verse repentinamente dueño de una
fortuna considerable, cuya cifra superaba
á los deseos más ambiciosos, el canalla,
no obstante el carácter enérgico que le co-
nocemos, se sintió fascinado,
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