Rd o A a
LOS DRAMAS DEL ADULTERIO 23
tó el criado.—¿Qué nombres tendré el ho-
nor de anunciar?
—Anunciad al señor conde de Nancey
y añadid, si os place, David Meyer... Ya
me ccrn.ocels,
los dos hombres bajaron del coche y su-
bieron la escalinata. James se inclinó
gravemente á su paso, precediéndoles pa-
ra enseñarles el camino, haciéndoles atra-
vosar varias habitaciones amuebladas ecn
un gusto artístico muy acentuado de una
gran coquetería. Abrió la puerta de un bou-
doir que tenía tapizadas las paredes y el
techo de una tela de China, anunciando
los nombres de los dos visitantes y apar-
tándose para dejarles el paso libre.
Una joven que leía, reclinada en una
otomana, se levantó vivamente, sonroján-
dose un poco y saludando de una manera
muy graciosa; pero con cierta cortedad ;
cortedad que, aunque imperceptible, no es-
capó 4 Paul. Esta joven era la señorita
Blanca Lizely que vivía sola de las rentas
de una cuantiosa herencia y á quien sus
criados llamaban señora,
El señor de Nancey, después de la afir-
mación de David Meyer esperaba ver una
linda joven, lo que no le impidió el sor-
prenderse de la prodigiosa hermosura de
la dueña del hotel y de sentir la irresisti-
ble atracción de aquella belleza como si
fuese rayo magnótico.
La hija de Eva que llamamos Blanca
Lizely existía con otro nombre y muchos
parisienses la conocen, y maestros lecto-
res van á conocerla antes que hayamos tra-
zado á grandes rasgos su retrato, porque
tal como la conoció el Conde en 1867
existe hoy.
Imaginaos una mujer de veinticinco
años apenas, más bien alta que baja, ca-
deras desarrolladas, brazos admirables,
manos patricias, un pecho de mármol grie-
go y cuello flexible, precioso, colocado so-
bre lindas espaldas. Este cuerpo de esta-
tua en el que la severa corrección de Fi.
dias se unía á la gracia parisión de Pradier
hubiera merecido el titulo de obra perfecta
si hubiera estado coronado por uns cabeza
clásica; pero no era así, nunca figura hu-
mana fué menos clásica y menos regular
ni tuyo una gracia más extraña. Una pro-
fusión de cabellos ensortiados, de un ru-
bio pálido, largos y espesos, formaban un
casco de oro sobre aquella cabeza. Bajo
aquel casco rizoso velase una frente an-
cha, bajo la frente unas cejas finas y ne-
gras que hubiérase dicho que estaban tra-
zadas con pincel. Una piel de camelia
de una blancura alabastrina débilmente.
sonrosada en las mejillas, ojos grandes, de
un negro profundo, una boca pequeña, la-
bios rojos permitiendo entrever en la son-
risa dientes de una blancura admirable.
La nariz un poco aguileña. El conjunto
de la cara un poco largo tal vez ; pero este
defecto desaparecía en la gracia de la mis-
Dl
ma.
Lo que la pluma no puede describir, es
el efecto bizarro del contraste de aquellos
cabellos rubios, de aquellos labios purpu-
rinos, de aquellas cejas y de aquellos ojos
negros, en medio de-aquella palidez. Los
ojos, sobre todo, eran magníficos: Su ex-
presión no ofrecía nada de lascivos, ni
de voluptuosos, y no obstante, su mirada
agitaba los corazones y trastornaba el
sentido. Un poeta no hubiera descrito en
Otra forma esas hechiceras rubias, que en
otros tiempos preparaban filtros eficaces,
que con una sola gota bastaba para llenar
de amor á los viejos, encorvados bajo el
peso de cien inviernos y hasta las esta-
tuas talladas en un bloque de mármol ó de
hielo.
Paul estaba hastiado, como debe estarlo
un hombre que acaba de derrochar una
fortuna de más de un millón, á los pies de
las sacerdotisas de la Venus parisién y
no obstante, sufrió tal emoción, que no
recordaba haberla experimentado nunca
igual.
La voz de la señorita Lizely era melo-
diosa y encantadora, como su belleza. Sus
menores entonaciones despertaban en el
corazón ecos adormecidos y se grababan
en la memoria. Aquella voz singular daba
un encanto infinito 4 las más insignifican.
tes frases, á las palabras más vulgares.
Paul escuchó con atención, mientras
Blanca le hablaba del poney que quería
vender y que sin duda él deseaba comprar;
pero apenas ola las frases de elogio de
Misticot, entretanto que la armonía de su