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2658 LOS DRAMAS DEL ADULTERIO
de ferrocarril, donde tomaría el primer
tren que pasase con dirección ¿ Manheim,
Digamos de una vez, á fin de Lo vol-
ver á ocuparnos de este miserable, que el
estudio de su declaración no sirvió de
nada, porque tres testigos le reconocieron
y afirmaron haberle visto tomar el tren,
á tres leguas de Colonia, algunas horas
después de cometido el crimen, por lo
cual fué condenado á muerte y ejecutada
la sentencia.
Volvamos 4 Blanca Lizely, condesa de
Nancey.
XXXI
Blanca mo pensó ni un momento si-
quiera dirigirse 4 la policia de Colonia pa-
ra denunciar 4 Wilhelm.
Dominada por un indecible terror, hu-
biera preferido mil veces huir al confín
del mundo que 'verse en presencia de
aquel miserable, aunque estuviese cargado
de cadenas y rodeado de agentes de autori-
dad. Le parecía. que no podría resistir su
mirada sin morirse de miedo... No tenía
más que una idea fija: dejar la Alemania
lo antes posible y volver 4 Francia. En
París únicamente se sentiría en seguril
dad...
Blanca pasó el resto de la noche entre
la espesura de unos árboles próximos al
camino, Esperó á que fuese de día para
entrar en la ciudad; y después de haber-
se comprado un sombrero y un velo negro,
muy tupido, que ocultaba casi por com-
pleto su rostro, se dirigió 4 la estación
del ferrocarril.
No teniendo pasaporte de ninguna cla-
se, se exponía 4 verse detenida en la fron-
tera franco-alemana. Esto lo sabía muy
bien, así como que entrando en Francia
por Bélgica, aquel peligro no existía.
Un tren iba á salir para Bruselas, y
subió á él, llegando al día siguiente á Pa-
ría después de haber hecho durante .el tra-
yecto toda clase de reflexiones, en su-to=
talidad poco lisonjeras. El crimen de Wil-
helm wodificaba en un todo y de una ma-
nera muy desastrosa la situación de la
señora de Nancey.
En vez de una existencia fácil y ase-
gurada por algunos meses, que había en-
trevisto, y la posibilidad de aguardar sin
temor á los cuidados del inmediato maña-
na, los sucesos felices que no dejarían de
presentarse, y que en caso necesario ella
sabría provocar, se encontraba casi sin re-
cursos. Examinando el contenido de su
portamonedas, felizmente guardado en el
bolsillo de su vestido, tenia tres mil y
pico de francos.
Con esta suma no podía hacer gran co-
Ba por mucha que fuese su economía, SO-
bre todo con la imperiosa 6 inmediata ne-
cesidad de tener que comprarse ropa in-
terior y exterior, ¿Y no quedándole un
cóntimo, qué hacer?
Lia solución de este problema era difí-
cil de encontrar. Como se ve, el porvenir,
y no hablamos de un porvenir inmediato,
no se ofrecía 4 la Condesa con colores
alegres,
Sobre todo, al llegar ¿ Paris, tendría
que sufrir vejaciones en su amor propio,
á las cuales no podía acomodarse, y sería
trabada como una ayenturera.
El coche que tomó en la estación del
Norta, la condujo sucesivamente á dos
hoteles de primer orden, y allí, viendo á
una mujer bonita sin documentos de nin-
guna clase y sin equipaje, se negaron á
recibirla. Para la señora de Nancey no
pasó desapercibida la ofensa que encerra-
ba aquella negativa bajo una forma po-
lítica.
El cochero, viejo socarrón, filósofo 4 la
manera del Thomas Vireloque de Garva-
ni, estudiando desde hacía treinta años las
costumbres desde lo alto del pescante, y
no menos familiarizado con las intrigas
de la vida parisión, que con las calles, se
dirigió hacia su cliente, que descorazonas
da y humillada, subía al coche y le dijo
con una sonrisa 4 lo Diógenes:
—Voy ú llevaros, «señorita, si es qua
queréis, á un sitio donde no os harán nin»
guna ofensa... Además, hay que confor-
marse á como vengan las cosas y tomar
lo que se encuentra. Estando ya allí, ten.