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290 LOS DRAMAS DEL ADULTERIO
ció en el lecho como si hubiese sido un
sarmiento echado al fuego. Sus ojos se
abrieron, agrandados por una insufrible
tortura. Se incorporó para caer nuevamen-
te; un grito agudo, que no se parecía en
nada á otros clamores humanos, salió de
su garganta, prolongándose más de un Mi-
nuto, y cambiándose á la vez en quejido
y en grito. Era un espectáculo terrible y
lamentable.
—¡ Alicia... oh, Alicia mia !l—decía el
Conde aterrado.—¡ Háblame!... ¡respón-
deme!... Alicia querida, ¿no me oyes?
No; Alicia no lo ola.
Aquella sensación horrible que convertía
cada fibra de su ser en un centro de do.
lor, la absorbía en un todo.
Al fin se calmó algún tánto. Los gemi-
dos cesaron y las convulsiones cedieron
poco á poco. La joven permaneció inmó-
vil y el aire penetró en sus oprimidos pul-
mones y en su oprimido pecho.
Solamente, 4 medida que se aminoraba
el dolor físico, aumentaba el dolor moral.
La pobre Alicia no había hecho más que
variar de suplicio.
El Conde, despavorido, se inclinó hacia
la joven queriendo apoyar sus labios sobre
aquel rostro desencajado.
Alicia lo rechazó dulcemente.
-—¡Ah, cómo me habéis engañado l—
murmuró con voz apenas inteligible.—
¡ Yo, que creía en vos como en Dios! ¡ Ha-
béis hecho mal y obrado muy cruelmente!
¡ Yo, que os amaba... que os amo tan-
to!... ¿Qué os he hecho para engañarme
así? Afortunadamente voy á morir. ¿De
qué me serviría vivir de hoy en adelante?
—No, no, mi Alicia querida... ¡no te
"he engañado! ¡no, no!—contestó Paul es-
forzándose en atraer á la joven sobre su
pecho. —El secreto funesto que acabas de
saber, es el que te ocultaba... El obstáculo
invencible, el obstáculo... ¡ay! ya lo co-
moces...
—Ayer me asegurabais que había des-
aparecido,
—¡ Lo creía... lo creía! ¡Te lo juro por
mi amor!
—¿Ess mujer?...
—Tenía la prueba de su muerte... Sí;
la prueba...
—; Pero, sin embargo, está viva!... Es
vuestra mujer... ella nos separa... ¡Oh,
nos separa para siempre!... No podéis
ser mío, puesto que sois de ella... ¡Cóma
me ha tratado... Dios mío!... Estaba en
su derecho... le he robado su dicha... Fe-
lizmente, yo habré muerto cuando ella
vuelva mañana para arrojarme de aquí...
Alicia rompió á llorar, El Conde se hun:
día las uñas en su pecho ensangrentado.
Una segunda crisis se declaró más vio-
lenta que la primera.
—¡Ah! ¡Me vuelvo loco! — exclamó +
Paul.—;¡ Me vuelvo loco!
Un criado anunció al médico,
XXXIX
El módico ya lo conocemos ; era el doo
tor His.
Paul corrió á su encuentro.
— ¡Doctor — exclamó estrechándole la
mano, —vos, que me habéis visto tan di-
choso, me halláis hoy desesperado |!...
¡ Haced un milagro si es preciso para sal-
varla ; pero salvadla, doctor, salvadla!...
— ¿Pero qué tiene? — interrogó el mé-
dico.
—Se muere... venid...
Y lo condujo á la habitación sombría
donde la pobre joven se retorcía en el le-
cho.
—Luces, señor Conde—pidió el doctor .
sorprendido de aquella obscuridad sinies-
tra.
Paul, con trómula mano, encendió lag
bujías de los candelabros.
El módico se acercó á la cama, observó
detenidamente 4 Alicia, le hizo dos úó
tres preguntas que ella no oyó, y diri-
giéndose 4 Paul que sentado en un sillón
ocultaba la cara entre las manos:
—¿Qué ha sucedido aquí? Tengo nece-
sidad de saberlo... ¿La señora Condesa ha
dado alguna caída?
—No—respondió el Conde.
—¿Ha sufrido algún violento disgusto?
¿Alguaa emoción terrible?
Fa. y