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gada, siguió 4 aquellas palabras incohe-
rentes, convirtiéndose después en un grito
de dolor, y torrentes de lágrimas bañaron
el rostro de Paul. Otra yez comenzó la ri-
sa horrible, mezclándose con lágrimas y
sollozos,
El sacerdote interrogó al doctor con la
mirada,
—¡ Ay! — contestó el último. — Desde
hace algunas horas preveía esta desgracia...
el golpe ha sido terrible,
—(¿Entonces ha perdido la razón?
—Sí, padre. Luz que se apaga.
—¿La. recobrará algún día?
—¿Quién sabe?... ¿y, además,
qué?... bo
para
% e
* *
Hacía dos horas que se habla hecho de
día
El doctor se había retirado desde hacía
«mucho tiempo. El sacerdote permanecía
solo, arrodillado en la estancia fúnebre, ro-
gando por la joven difunta.
El conde de Nancey, sentado en una ac-
titud rígida, fijaba su vista extraviada en
el florón central del techo. De cuando en
cuando, una gruesa lágrima, de la cual no
se daba cuenta, caía de sus párpados, ro-
dando por sus mejillas.
Un violento campanillazo, igual al de la
víspera, sonó en la verja del jardín.
Pasaron algunos momentos, después. se
oyó en el piso bajo el ruido de pasos de ya-
rias personas, mezclado con el murmullo
de voces,
El sacerdote había hecho avisar ¿ las re-
ligiosas que debian amortajar el cadáver y
á los empleados de las pompas fúnebres.
Creyendo que eran éstos los que llega-
ban, salió de la alcoba á su encuentro.
En medio de la escalera se encontró en
frente de un comisario de policía, acompa-
ñado de una mujer vestida de negro, un
caballero bien trajeado y varios agentes de
la autoridad. :
El comisario de policía, sorprendido de
aquel encuentro, se detuvó y saludó al sa-
«erdote á quien conocia.
—¿Me permitís que os pregunte cuál es
4
LOS DRAMAS DEL ADULTERIO
la causa que aquí os trae?—dijo el minig-”
tro de Dios, !
—Vengo—contestó el comisario,—re»
querido por la señora, que es la condesa de
Nancey, á hacer constar en proceso ver»
bal el delito de adulterio en el domicilio
conyugal, cometido por el señor de Nan-
cey.
El sacerdote hizo un movimiento con
objeto de detener al comisario que intentó
seguir adelante.
—/ Ah—exclamó ;—no paséis más ade»
lante!
—¿Por qué?
—El hecho que veníais 4 hacer constar,
crimen ó delito, ya no existe...
—Eso es lo que vamos 4 ver—replicó
Blanca con altanería,
—Señora—repuso el sacerdote obstru-
yendo de nuevo el paso.—La mano de Diog
ha caido sobre los que vos queríais castie
gar... No encontrarcis en esta casa más
que un loco llorando al lado de un cadáver,
—Entonces—dijo el comisario ;—nada
tenemos que hacer aqui... Partamos...
—Este casa es mi casa—dijo la Condesa
triunfanta—¡ Ese loco es mi marido!...
Conozco mis deberes de esposa, y por per
nosos que seam, cumpliré fielmente con
ellos sin decadencia en mi ánimo... Por la
tanto, me quedo aquí...
XL
Al oir á la condesa de Nancey hablar
en semejante momento con aquella horri.
ble sangre fría, con aquella hipocresía re.
finada, el ministro de Dios y el Tepresen-
tante de la ley cambiaron una expresiva
mirada,
Aquella mujer les daba miedo.
Ciertamente, Blanca se hallaba en gu
perfecto derecho. Nadie en el mundo po-
día obligarla 4 abandonar aquella casa, don.
de desde aquel momento era ella sola la
dueña absoluta.
El comisario de policía se inclinó ante
la condesa de Nancey y salió después de