Full text: Los dramas del adulterio

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Cuando era indispensable una firma del 
Conde, el señor Roch se dirigía á Chatou 
y acompañado de su amigo y cliénte el 
doctor Hélouin, colocaba la pluma en la 
mano de aquél y la guiaba sobre el papel. 
Paul firmaba sin darse cuenta, y no ha- 
biendo nadie en el mundo que tuviese in- 
terés en rechazar el valor de aquella fir- 
ma, las cosas marchaban admirablemente. 
El primero de cada mes, el ex procura- 
dor, convertido de hecho en el hombre de 
confianza, en el factótum de la Condesa, 
entregaba. con una puntualidad admirable 
al doctor de la casa de salud, el importe 
de la pensión mengual de Paul, de la cual 
cobraba un regular descuento por derechos 
de comisión. 
Un día, al regresar de Chatou, el señor 
Roch se hizo anunciar á la señora Con- 
desa. 
Indudablemente, no tenia la fisonomía 
ordinaria, puesto que Blanca al verle en. 
trar le dijo con vivacidad : 
—¿Venís de Chatou? 
—£Si, señora Condesa. 
—¿ Ocurre algo nuevo? 
El asociado de Fumel hizo un signo afir- 
- MAbivo, 
—( Bueno ó malo?—repitió Blanca. 
—Según se mire, 
—¿ Cómo? 
—Según del modo que se miren las co- 
Sas. 
—Explicaos. Me hacéis morir de impa- 
ciencia. 
—El doctor Hélouin, si no me hubiese 
visto hoy, cosa absolutamente imposible, 
puesto que se trataba del pago mensual, 
iba á tener el honor de escribir á la señora 
Condesa... 
-—¿Acerca de mi marido ? 
-—Evidentemente. La señora Condesa 
sabe muy bien que en la situación en que 
se halla el señor Conde, es decir atacado 
de la locura, no hereditaria, pero gl ac- 
cidental, causada por cualquier catástrofe 
imprevista, por cualquier choque dema- 
siado violento, al cual las facultades men- 
tales no han podido resistir, se manifies- 
tan por lo regular los fenómenos siguien- 
tes: A medida que la vida se retira del 
alienado, la razón amortiguada se reaviva 
, 
LOS DRAMAS DEL ADULTERIO 
en él hasta el punto, que al tiempo de mo- + 
rir ya no es loco, ó al menos, ya casi na 
lo es... ¡Esto es curioso!... 
Después de esta penosa frase, el ex bro- 
curador enjugó su frente, 
—Lo ignoraba—respondió Blanca, 
—Yo también lo ignoraba—continud el 
señor Roch.—Es el doctor Hélouin quien 
me lo acaba de decir. Ahora bien ; el con- 
de de Nancey, según parece, se va acaban- 
do; no es que esté enfermo, no; pero sus 
fuerzas se agotan rápidamente... y, según 
el doctor, tiene para poco tiempo. 
—¿ Y su inteligencia ? 
—Reaparece. Las crisis lúcidas se su. 
ceden y se prolongan. Ahora es el momen- 
to ó nunca de emplear la comparación de 
la lámpara que le falta el aceite. La llama 
vacila en torno de la mecha que se carbo- 
niza, se anima un instante y se apaga. 
—Do modo—murmuró Blanca, —que el 
Conde ya á morirse, 
—Seguramente, y pronto., 
—¿ Cuáles serán para mí las consecuen: 
cias de su muerte ? 
—Excelentes 4 deplorables. Si el Con. 
de muere sin testar, el Fisco intervendrá 
para apoderarse de la herencia ; y el Fisca 
es muy mal adversario. Se adelanta poco 
pleitando contra él, porque rara vez se 
gana. Además, el pleito que contra él in» 
tentásemos, estaría perdido de antemano, 
Lo más que podríamos hacer, y eso con 
mucho trabajo, sería ocultar algunos va- 
lores, 
—La miseria entonces—-exclamó la seño. 
ra de Nancey.—¡ Qué, porvenir! 
—No muy risueño, seguramente ; pero 
hay un medio de volverle sonriente. Un 
testamento de sólo tres líneas coloca 4 la 
señora Condesa en posesión de todo. 
—Pues bien ; extendedlo, que él firmará, 
El señor Roch movió la cabeza 
—No sería válido—dijo, 
—¿Por qué ? 
—Porque la ley lo prohibe. No es me» 
nester que explique 4 la señora Condesa 
un curso de Derecho ; pero sl es necesaria 
que le diga que hay tres clases de testamen- 
tos: el público, el mistico y el ológrafo, 
El primero debe ser hecho por dos notariog 
ante dos testigos, 6 por un notario y cua»
	        
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