Full text: Los dramas del adulterio

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cia—dijo.—Sf, 4 menudo... todos los días, 
si estuviese segura... bien segura que to- 
davía me amabais... 
—¿Lo dudéis? 
—Sl... 
—Muy mal hecho, Hay que creerme. 
—Un hombre que ama... y que es rico... 
no se expone á dejar 4 su mujer en la úl- 
tima miseria... 
—No comprendo... 
—Paul, soy pobre... Vos viviréis más 
que yo, así lo creo firmemente; pero, si 
por desgracia ocurriese lo contrario, me 
quedaría sin pan... 
—Para evitar esos, ¿qué es preciso ha- 
cer? 
—Escribir tres líneas y Grmarlas, 
—¿Después me creeréis y me amaréis? 
—¡ Os creeré, sí, Paul, y os amaré como 
otras veces! 
El señor de Nancey, alargó la mano ha- 
cia un armario y dijo: 
—Allí dentro hay papel, plumas y tinta. 
Disponedlo todo sobre esta mesa... vos 
dictaréis... y yo escribiró,.. 
Blanca, triunfante, corrió hacia el ar- 
mario y lo abrió. 
Paul se levantó. 
La Condesa le volvió la espalda. Si ella 
hubiera podido ver la transfiguración del 
Conde, habría dejado de pensar que el buen 
resultado obtenido no le había costado mu- 
cho. 
Paul, que parecía un viejo, se irguió, 
y una energía feroz se dibujó en su cara; 
el brillo de su mirada no expresaba un ar- 
dor sensual, sino una potente cólera, 
Cerca de la puerta de entrada había un 
gran mueble; un armario de encina, muy 
antiguo y de un peso enorme, 
El señor de Nancey se acercó, de espal- 
das á aquel mueble, y con esa fuerza irre- 
sistible que halla el hombre en sus nervios 
en un momento dado, arrastró el armario 
delante de la puerta, condenando de aquel 
modo la única entrada de la habitación. 
Cuando la Condesa, sorprendida de aquel 
ruido, se volvió, vió á gu marido en pie, 
con los brazos cruzados sobre el pecho y 
mirándola. Sólo con la expresión de aque- 
lla cara, comprendió que un inmenso pe- 
ligro la amenazaba. Sintió miedo... 
e 
LOS DRAMAS DEL ADULTERIO 
Paul dió un paso hacia Blanca. 
—¿ Qué me queréis ?—murmuró la Con- 
desa asustada. 
—Basta de palabras inútiles—respondió 
Paul, con el mismo tono que el día en que 
habló ú Blanca, creyóndola muerta y apa- 
reciendo ante él] para destruir todo cuanto 
amaba. 
—No estoy loco... lo recuerdo todo... 03 
aguardaba. ¡Vos me habéis dicho que yo 
era un asesino! ¡Habéis mentido! ¡Sois 
vos quien mató á Margarita! ¡ Habéis sido 
vos quien ha matado á Alicia y yo voy á 
mataros | 
—¡ Socorro!... ¡Socorro!... —gritó a 
Condesa, con voz que el terror hacía atro- 
aadora, y para defenderse, puso una mesa 
entre ella y su marido. 
En la parte de afuera el señor Roch y el 
vigilante forzaban la puerta, pero el pesa- 
do armario no se movía. 
Paul, de un puntapie, apartó la mesa de 
en medio, 
—¡ Ah, gritad todo cuanto queráis !...— 
dijo.—Habréis muerto antes de que pue- 
dan entrar... 
Y se abalanzó sobre ella. Blanca se es- 
currió como una culebra y fué á refugiarse 
en el ángulo más separado de la habitación, 
—| Perdonadme!... ¡Tened compasión 
de mi!...—balbuceaba huyendo, 
—¿ La tuvisteis vos de Margarita ?... ¿La 
habéis tenido de Alicia?... 
—Me hablais ofendido cruelmente y me 
vengaba. 
—Haberme matado. Haberos vengado 
en mí y no en ellas... 
Paul. la cogió; Blanea intentó todavía 
huir, pero la asió por el flotante vestido, 
y rodeándole el cuello con las dos manos, 
cerró sus huesudos dedos, inflexibles como 
tenazas de acero. 
—/ Asesino!... ¡ Asesino! —exclamó.— 
¡Ases !... 
No concluyó la frase, * 
—| Asesino, sea !—replicó Paul. — Ver- 
dugo, si lo prefieres... me es indiferente, 
con tal que tú mueras |... 
Un grito espantoso... luego un ronqui- 
do... después nada... 
El señor de Nancey, 
tando. 
continuaba apre-
	        
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