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LOS DRAMAS DEL ADULTERIO 29
El ex taponero, aunque vivia en el cam-
po y hacía excesivo calor, se hallaba de
pies á cabeza vestido de paño negro. El
charol de sus botinas brillaba á los rayos
del sol. Su chaleco, exageradamente des-
cotado, permitía ver una camisa bordada
y bullonada, á la que tres hermosos bri-
llantes servían de botones. Llevaba en el
dedo anular de la mano izquierda un soli-
tario tan grande como la esmeralda del
anillo pastoral de un obispo y que valdría
veinticinco mil francos.
Lebel-Girard examinó, con intima satis-
facción, aquel traje de millonario y se
dijo:
—Un poco ridículo está, pero en fin, se
le puede llamar un suegro con dinero...
Y miró á Paul de Nancey, que se mor-
día los labios por no reirse.
¿Señor Conde—dijo Nicolás Bouchard
estrechando con una afectuosa cordialidad
las dos manos del joven 4 quien conside-
raba como su yerno futuro, —mi estimado
vecino y amigo, Lebel-Girard, miembro im-
portante del consejo municipal de Enghien
y caballero de la Legión de Honor, me ha
hecho esperar que tendréis la amabilidad
de aceptar un puesto en nuestra mesa.
Tened la bondad de confirmarlo.
—Acepto de todo corazón, mi querido se-
fior—respondió Paul.
¡ Bravo, magnífico! Estaremos en fa-
milia... Probaréis los vinos de mi bode-
ga... y brindaremos al recuerdo de otros
tiempos... ¿qué decís?
—De antemano aprobado.
—Pero hace un calor sofocante, y de
París 4 Montmorency se traga bien el
polvo... Os ofrezco algo refrescante... Se-
guidme, si gustáis, señor Conde, y vos
también, mi digno amigo y vecino... Ten-
dré la inestimable honra de enseñaros el
camino...
Nicolás Bouchard, seguido de Paul y
del tapicero, les hizo atravesar un vestíbu-
lo en que había armaduras completas de
una dudosa antigúedad ; pero de una imi-
tación perfecta, haciendo el papel de hom-
bres de armas, con la visera del casco ba-
jada, y los guanteletes de hierro apoya-
dos sobre el pomo, en forma de cruz, de
pesadas espadas de dos manos. Tras el
vestíbulo había dos salones; el uno, cu-
bierto de encina negra y el otro de tapi-
ces flamencos, que hacían gran honor á
Lebel-Girard que los había vendido. Las
vidrieras de todas las ventanas eran de
cristales de cuadrados pequeños en colores
y blasonados. Como procurador imperial
no pudo intervenir en materia heráldica
una vez pasado el puente levadizo, las ale-
gorias de Montmoreney hacían un buen
juego sobre cada punto luminoso de to-
dos los escudos de las vidrieras.
Los tres llegaron al comedor. Esta pie-
za, tendida. de cuero imitado de Córdoba,
contenía soberbios aparadores y sillas de
alto respaldo de estilo semirrenacimiento,
triunfo de Lebel-Girard. Magníficos corti-
najes de byocatel en puertas y ventanas
de vidrios de colores como los de los salo-
nes. Una araña de bronce pendía del cen-
tro de un techo hecho á cuarterones. En
resumen, el conjunto de aquel decorado
era magnífico y de un aspecto pintoresco,
Sobre una mesa cuadrada, de pies tor-
neados, cubierta con un gran tapiz negro
y rojo, brochado en oro, había en una ga-
rrafa de plata toda clase de bebidas he-
ladas.
—¿ Y bien, señor Conde ?—preguntó Ni.
colás Bouchard, sirviendo de beber á sus
convidados en unos grandes vasos de for-
ma de tulipán.—¿Qué os parece el mobi-
liario de mi humilde castillo ?
—Estoy encantado—respondió Paul. —
Todo lo que veo es no sólo de una incom-
parable magnificencia, sino de un gusté
más que exquisito. Os felicito sinceras
mente.
Nicolás Bouchard gozaba interiormen-
te, lo que no le impidió replicar en tono
de falsa modestia esas frases evidente-
mente preparadas y aprendidas de ante-
mano. .
—Si, es bonito, no digo lo contrario;
pero, ¿qué son todas esas pequeñeces Com.
paradas con los esplendores verdaderas
mente suntuosos de que vivían rodeados
nuestros antepasados? Todo era á la talla
de gigantes y todo hoy es á la nuestra
que somos pigmeos. Bien entendido qué
en esto no entráis vos, señor Conde—-$8
apresuró á añadir el ex taponero,