Full text: Los dramas del adulterio

LOS DRAMAS DEL ADULTERIO 
educación, lady Sudley aseguraba á la ins- 
titubriz una suma que, en mi situación, más 
que precaria, debía ser una fortuna. En 
efecto, era una buena colocación. Así lo 
comprendí, y, sin embargo, guardé silen- 
cio. —¿Por qué no me respondéis, hija 
mía ?—me preguntó la directora con cari- 
ño.—Se creería que dudiis.—Me hallo 
confundida con vuestras bondades, seño- 
ra—balbuces.—¿ Por qué ?—Tengo el gran 
defecto de ser orgullosa y no puedo cam- 
biar mi modo de ser. Las funciones de una 
institutriz no son otra cosa que las de una 
criada distinguida...—Por desgracia, así 
sucede 4 menudo; pero en casa de lady 
Sudley no pasa nada de eso, me he infor- 
mado bien. Esta señora es la dulzura y la 
bondad personificada. Sabe que sois de 
una familia sumamente distinguida, y que 
además, vos misma os recomendáis. Lady 
Sudley tendrá para vos, yo lo garantizo, 
todos los miramientos que os son debidos. 
Viviróis en su casa, en iguales condicio- 
nes, lo mismo que sus hijas, que os mira- 
rán como á una hermana mayor. Disfruta- 
róis de todas las ventajas de una fortuna 
inmensa, sin tener ningún disgusto. Via- 
jaréis, y como no tenéis aún más que diez 
y siete años, pronto serdis casi rica, inde- 
pendiente por consecuencia, y en posición 
de esperar un excelente matrimonio... 
Creedme, querida niña, mi querida hija, 
no rehusdis, es la felicidad que os sale al 
encuentro... tal vez no se presente otra 
vez en vuestro camino... Titubear más 
era imposible. Acepté y dos días después 
entraba en casa de ¡ady Sudley... sta 
aristocrática señora, ¡una Douglas! á 
quien sin querer, Dios es testigo, he he- 
cho mucho daño. Se aproximaba á los 
treinta y siete años, no habiendo sido nun- 
ca hermosa, pero la extremada distinción 
de su persona delgada y enfermiza, la dul- 
zura de su mirada, la gracia de su sonrisa, 
la hacian seductora. Me recibió con gra- 
cia infinita y una bondad maternal que me 
conmovieron profundamente. Desde el pri- 
mer momento me sentí atraída hacia ella. 
La mayor de las hijas tenia trece años, la 
segunda, diez 4 lo sumo, siendo estas aris- 
tocrábicas criaturas de cabellos dorados, 
dulces ó inteligentes, un poco delgaditas, 
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pero muy bonitas, como lo son general- 
mente los niños ingleses. En seguida me 
adoraron y yo les correspondía. Lady Sud- 
ley vivía en París tres ó cuatro meses todos 
los años, en uno de esos magníficos hote- 
les del faubourg Saint-Honoré, que po- 
seía; una parte de los inviernos la pasaba 
en Italia, Grecia ó España, y el resto del 
año en Londres ó en una espléndida resi- 
dencia del conde d'Jork, Douglas-Park, 
Cuando yo entré en funciones, lord Sudley 
estaba en Inglaterra, volviendo junto á su 
familia al cabo de algunas semanas. No 
hubiera ciertamente rodeado de atenciones 
más delicadas y respetuosas á la hija úni- 
ca de uno de sus colegas de la alta Cámara, 
que las que tuvo para mi, Tendría á lo 
sumo sesenta y cinco años, y me parecíx 
el tipo más absoluto y más perfecto de la 
encarnación del gran señor. Vos le habéis 
visto, según dijisteis, pero de una manera 
insuficiente para haberos formado de él 
una idea bien exacta... Úreo no exagerar 
si afirmo que tenía una fisonomía casi 
real. No trataba de rejuvenecerse como ha- 
cen otros viejos; únicamente, con cierta 
coquetería, peinaba sus cabellos blancos 
como la nieve, que coronaban su rostro 
pálido y severo, con patillas plateadas. Ein 
aquella fisonomía y bajo aquellas cejas que 
habían permanecido negras, sus ojos de 
azul claro, que parectan los de un hombre 
de treinta años apenas, brillaban á menus 
do muy viyamente y casi amenazadores. 
Lady Sudley sentía por su marido una 
verdadera adoración, que no ocultaba, es- 
cuchando sus frases con una emoción lle- 
na de recogimiento. Si salía 4 caballo, se 
asomaba al balcón para seguirle con la 
vista; os aseguro que aquella afección no 
tenía nada de ridícula. Lord Sudley se 
mostraba afectuoso y complaciente con su 
mujer, pero nada más. Raramente pasaba 
las veladas con ella, á menos que la lleva- 
se á la Opera, á donde yo les acompañaba 
con frecuencia, ó que recibiera en su ho- 
tel. Era miembro de dos ó tres círculos, y 
lo mismo en París que en Londres, comía 
fuera de casa tres ó cuatro veces por se- 
mana. Así transcurrió el primer año, pero 
al empezar el segundo, las costumbres del 
anciano cambiaron sin motivo aparente, y
	        
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