LOS DRAMAS DEL ADULTERIO 93
de lo que le concernían los rumores públi»
cos, sabiendo que era inocente y creyendo
que en el caso de que aquellos rumores
llegasen hasta su marido, no tendría más
que decir una palabra para echar por tie-
rra esta acusación insensata,
Tan luego como Margarita decidió no ad-
mitir como probada la complicidad ver-
gonzosa de Paul y Blanca, una especie de
tranquildad se formó en su espíritu y no
pensó más que en René, á quien había acu-
sado de haberse batido por defender á otra
mujer y aquella mujer por-quien se había
batido y sufría, era ella.
¡ Cuánto aumentó en un momento aque-
lla afección, que no trataba de combatir no
creyendo en su existencia, y que la arras-
traba inconscientémente á un naciente
amor 1
Comprendía, sin embargo, que yendo á
casa de René había cometido una impru-
dencia grave, que era preciso no volver á
cometer; ¿pero podía, sin crueldad, sin
ingratitud, privar de la testificación de su
interés al que acababa de arriesgar su vida
para probarle su amistad ?... ¡No, cierta-
mente |
Margarita cometió la falta que desde la
invención de la escritura han cometido
siempre las mujeres y continuarán come-
tiendo hasta el fin del mundo; el escribir
al señor de Nangis cartas dictadas por la
más casta amistad, pero en las cuales se
leía el amor entre cada línea.
'Todas las mañanas la doncella de la
Condesa recibía el encargo de echar al co-
rreo una carta. Esta doncella tenía por
amante al lacayo servilmente ligado á los
intereses de Blanca Lizely.
Un día la doncella se encargó de llevar la
misiva cotidiana dirigida por Margarita al
conde de Nangis y nos parece inútil mani-
festar que la carta no llegó á su destino,
René mejoraba rápidamente, permitién-
dole ya que abandonase el lecho. Se acerca»
ba el momento en que pudiese volver á
Montmorency, y Dios sabe con cuánta im-
paciencia esperaba este feliz momento.
Al salir el Conde con Blanca Lizely para
Normandía, nuestros lectores lo recorda-
rán, había anunciado que su ausencia du-
raría probablemente una semana. Blanca,
por motivos que se adivinan, procuró que
la ausencia se alargase, y sólo al décimo»
cuarto día fué cuando los amantes regre-
saron de improviso,
René, curado completamente, habia he-
cho su primera visita la víspera al peque»
ño castillo, y allí le encontraron Paul y gu
querida á su llegada. Al verle, el Conde se
sorprendió y Blanca sonrió,
Aquella misma noche celebró una entre-
vista misteriosa con el lacayo que ya co.
DOCemOos.
Blanca se mostró contenta de sus ser-
vicios.
a
, XXV
El conde de Nancey, como sabemos, hos
bla conquistado las primicias del alma vir-
ginal de Margarita, había sido el primero 4
quien había amado su corazón y su boca la
primera que se posó en su casta frente y en
sus puros labios... La: niña, que ignoraba
aún lo que era amor, se había entregado
sin ninguna reserva al hombre que su pa-
dre y Dios le habían ordenado amar,
Á pesar de los sufrimientos y las hu-
millaciones sobrellevadas desde hacía algu»
nos meses, creía que le amaba todavía, y,
con gran repugnancia, no obstante una gran
curiosidad, parecida á los celos, se puso 4
observar al Conde desde su llegada con
aquella mujer que le señalaban como su
querida,
El primer día no vió más que esas aten-
ciones familiares que nada indican aunque
son muy significativas sin duda ; pero que
no son suficientes para crear la absoluta sen
guridad de un hecho.
Tal era la inocencia de la Condesa, que
se decía que para sorprender á los culpas
bles, en el caso de que lo fueran, no ha»
bía que contentarse con vigilarlos de día,
Sólo al día siguiente de su llegada fué
cuando esta idea cruzó por su imaginación
como un relámpago en las tinieblas de su
cerebro.
La habitación de Margarita estaba situa.
da en el piso principal del castillo, en le
parte de la derecha de la escalera prin»