Full text: Los dramas del adulterio

LA 
94 LO3 DRAMAS DEL ADULTERIG 
cipal, En el mismo piso, á la izquierda, se 
hallaba la del condestable, que ocupaba la 
señorita Lizely, El Conde disponía de tres 
habitaciones en la planta baja situadas pre- 
cisamente debajo de las del condestable, 
con las que se comunicaban por medio de 
una escalera, cuyas puertas no habían si- 
do condenadas. 
La noche se pasó como de ordinario ; 
Blanca se puso al piano y cantó con es- 
plóndida voz varios pasajes, que Paul es- 
cuchó con apasionada atención y aplau- 
diendo con el etusiasmo de un dilettanti. 
Cuando Blanca, ya cansada, dejó el pia- 
no, el señor de Narcey pidió con indife- 
rencia 4 Margarita que cantase, 
—¿Oreéis que yo puedo cantar después 
de vuestra prima ?—respondió un poco $e- 
camente la joven.—¿Es para que su triun. 
fo sea mayor por lo que queróis que cante? 
Establecer un paralelo entre el gran talen- 
to de Blanca y mi humilde mérito, sería 
comparar la humilde flor cuyo nombre lle- 
vo, con las perlas que brillan en su cue- 
llo... No, no cantaré.. 
—Querida mía, os hacéis justicia—repli- 
có Paul con ironía. 
—¡ Nuestra querida Condesa es demasia- 
do modesta en verdad !—dijo Blanca con 
traidora sonrisa, —dos ó tres días antes 
de nuestra pequeña excursión 4 Norman- 
día, sorprendí un dúo de amor que canta- 
ba en compañia del señor de Nangis... 
El Conde se mordió los labios y Marga- 
rita se ruborizó hasta el blanco de jos 
ojos. 
—Estoy algo indispuesta esta noche— 
murmuró la pobre joven, turbada como si 
fuese culpable ;—y espero me permitáis 
que me retire... 
—Podéis retiraros, querida mía—contes- 
tó Paul, —y en lo sucesivo cantardis con el 
Barón, rogándoos mi prima y yo que nos 
avisóis de antemano, porque tendremos un 
placer sin igual al escucharos... 
Margarita, sintiendo su corazón oprimido 
y las lágrimas aglomerarse á sus OJOS, Sa- 
lió de aquella estancia. 
—¿Qué significa ese tono ¿—interrogó 
la señorita Lizely cuando se halló sola con 
Paul.—Oreía habéroslo advertido ya. No 
quiero que estéis celoso de vuestra mujer. 
—Y yo—murmuró el Conde entre dien- 
tes, —no quiero estar en ridículo. 
—¿Oreéig que yo que os amo, lo con- 
sentiría?... vivid tranquilo, os lo suplico, .. 
—No obstante, el señor de Nangis... 
—Nada hay que-temer por ahora al me- 
nos...—interrumpió Blanca.—Vigilo, ob- 
servo, y las mujeres en esta materia ven 
más y más lejos que los hombres... El día 
que empiece el peligro, seréis prevenido, 
contad con ello. Así es que podéis tran- 
quilizaros... 
No sabemos si el señor de Nancey se 
tranquilizó ; pero lo cierto es que no con- 
testó nada. 
Margarita estaba sola, Acababa de des- 
pedir á su doncella después de haberla dés- 
nudado, Envuelta en un peinador blanco 
y reclinada en una otomana, parecía presa 
de una agitada pesadilla. 
Cuando dieron las doce campanadas de 
la media noche, se levantó bruscamente, 
pasó sus manos por la frente con ademán 
de locura, salió de su alcoba, cruzó sin luz 
el pequeño salón que la precedía, abrió 
una puerta y se encontró en el descanso de 
la escalera principal. Una lámpara de cris- 
tales esmerilados iluminaba débilmente el 
corredor, á cuya extremidad se notaba la 
puerta blasonada de las habitaciones del 
condestable. Margarita, en lugar de seguir 
el corredor, bajó la escalera, Los criados 
se hallaban en sus cuartos. Un silencio 
profundo reinaba en el pequeño castillo, 
La joven llegó á la planta baja, se dirigió 4 
una puerta de servicio, la abrió, salió y 
so halló en el paseo circular. 
La noche era obscura ; no se hubiera po- 
dido distinguir la mano derecha de la iz- 
quierda, como dicen las buenas gentes, 
La Condesa, sin inquietarse de aquella obg 
curidad, fué regueltamente hasta el ángu 
lo del castillo. Allí se detuvo, teniendo al 
nivel del piso las habitaciones del Conda 
y encima las de Blanca. 
Las maderas de la ventana de la alcoba 
de Paul estaban entornadas, dejando esca- 
par un rayo de luz interceptado á cada mo- 
mento por el paso de un cuerpo opaco. 
El señor de Nancey se hallaba en gu
	        
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