eS
Y
reliviosamente econ sus deberes, abrió: las
dos hojas de la puerta del salón en el ins.
tante en que sonaban las once, únicamente
que modificó su fórmula habitual.-:
—El señor Conde está servido.
—¿ Dónde está la señora Condesa 2— ins
berrogó Paul.
—En el comedor, desde hace un mo-
mento—respondió el mayordomo.
Blanca, al apoyarse en el brazo del se-
fior de Nancey, se inclinó á su oído y mur-
muró:
—Sospecha algo, estoy segura...
—¡ Qué me importa |—replicá Paul, en-
cogiéndose
Margarita, sumamente pálida, pero re-
suelta, con aire imperioso por, la primera
vez de su vida, estaba en pie, apoyando
sus dos brazos en el alto respaldo esculpido
de su silla.
Tres criados y el mayordomo se hallas
ban allí, graves y correctos, dispuestos en-
tre los cuatro 4 hacer el servicio de tres
personas.
Margarita esperó ú que Blanca y su
marido hubiesen traspasado la puerta del
comedor y en el momento de acercarse ú
la mesa hizo un gesto de tal autoridad, que
se detuvieron mudos, sorprendidos é in-
quietos. La Condesa llamó sucesivamente
á dos criados, diciéndole al uno, á la vez
que le indicaba el sitio donde Blanca Li-
gely iba á sentarse á la derecha de Paul:
—Quitad esa silla, Retirad ese cubierto.
Y al otro le dijo:
—Ordenad que enganchen inmediata-
mente el carruaje de esa señora,
El tono con que fueron pronunciadas
estas órdenes no permitía dudar un mo-
mento y los criados se dispusieron á obe-
decer.
El señor de Nancey estaba tan pálido
como su mujer. La señorita Lizely ocul.
taba entre sus manog su cara, que sonro-
jaba toda la ¿sangre de sus venas. Paul,
ehogado por la rabia, queria hablar y no
odía. Con un ademán rápido se arrancó
ha corbata, rompió el cuello de su camisa y
con voz ronca, apenas imteligiole, que in-
fur:día espanto como aquella voz que Hd-
gar Poé hacía salir de la garganta de un
cadáver magnetizado, preguntó y
de hombros.
DE L08 DRAMAS DEL ADULTERIO
¿Qué significa esto, señora?
«sto significa — contestó gravemente
Margarita, —que la señora ha dejado de
ser. mi huéspeda, que no se sentará más
á esta mesa y que va á marcharse de está
cdsa...
—¿ Quién manda eso?...
-—Yo, vuestra mujer... y ordeno y bien
veis que me obedecen.
La silla y el cubierto de la señorita de
Lizely acababan, en efecto, de desaparem
cer, como por encanto,
-—Pues bien, yo—dijo el señor de Nan.
cey conteniéndose apenas, —revoco vuess
tras órdenes y condeno vuestros actos. Um
acceso de fiebre, sin duda, turba vuestra
dignará
razón. Mi prima perdonar un
momento de extravío y nos hará el hos
nor de continuar con nosotros, cuando vog
se lo hayáis suplicado... como sin duda
vais 4 hacerlo...
—¡ Vuestra prima l—replicó Margarita
acentuando esas palabras con desdón,—
vuestra prima habrá salido de aquí dentra
de cinco minutos...
—¡ Ah | ¡tened cuidado !—exclamó Paul,
—¿A qué? Recordad que esta casa don=
de murió mi padre me pertenece... recor.
dad que aqui yo sola mando y que estoy,
en mi derecho, prohibiendo, eomo lo han
go, ser durante más tiempo insultada.
—| Desgraciada |
Y el Conde, cegado por uno de esog
arrebatos que conducen á todo, incluso al
crimen, tomó un cuchillo de la mesa y
se dirigió hacia Margarita.
—; Podéis matarme !-—dijo.—Me es in-
diferente; ¡pero que ella parta!
Sin duda Paul tuvo miedo del acto que
iba á cometer porque se detuvo.
—No partirá, porque yo ño quiero que
se vaya.
—¿Meo obligartais—replicó la Condesa,
—á decir en alta voz por qué echo de
aquí 4 esa mujer? ¿Me obligaréis á hacerla
arrojar por mis criados?
—¿ Echar ?—repitió el señor de Nanoey.
-—S1, echarla.
La mano crispada del Conde seguía ex.
puñando el cuchillo. Esta mano se levan.
tó. Paul estaba loco, iba á herir. Los cria.
dos, convertidos en estatuas por aquella