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escena imprevista, no pensaron interpo-
nerse entre el Conde y la Condesa. Una
circunstancia inesperada salvó ú Margari-
ta. La señorita Lizely levantó la cabeza,
apartó las manos que cubrían su rostro en
el cual se vela una lágrima.
—/ Ah |-—dijo,—¡son muchos insultos!
¡Señor Conde, ni una palabra más! Esta
casa, de la cual se me arroja, se desplo.
maría sobre mí si permaneciera en ella
una hora más. ¡ Parto y no olvidaré nunca
la hospitalidad que he recibido y el des-
enlace que me preparaban! Nc os digo
adiós, señora, porque espero que nos ye-
remos...
Después de estas palabras de mal augu-
rio, pronunciadas por Blanca, salió del co-
medor, y sin subir 4 sus habitaciones, pa-
ra tomar un sombrero y un chal, montó
en su carruaje que la esperaba delante de
la escalinata del castillo, y partió rápida-
mente.
El señor de Nancey, con la cabeza com-
letamente trastornada, dió orden de que
lo ensillasen un caballo 4 fin de lanzarse
en pos de su querida; pero antes de par-
tir, se dirigió 4 Margarita, y apretando
fuertemente el antebrazo de ésta, hasta el
punto de ocasionarle un vivo dolor, y con
voz enronquecida por la ira, le dijo:
—Tenemos que arreglar una cuenta los
dos, señora, y la arreglaremos bien pron-
bo...
—Ouando queráis, señor Oonde—repli-
eó la joven tan tranquila como en el mo-
mento en que el cuchillo, suspendido so-
bre su cabeza, la amenazaba.—Os espero...
Paul montó, castigando con un golpe
de fusta la grupa de su caballo, que dió
un bote y salió á galope tendido.
La Meélusine rubia se llevaba detrás al
hombre de cuya alma se había apoderado.
La venganza marcha á prisa.
Margarita penetró en su habitación des-
pués de haber dado la orden de no recibir
é nadie en absoluto en aquel día, fuese
guien fuese, incluso al señor de Nangis.
LOS DRAMAS.—7
TOS DRAMAS DEL ADULTERIO
XXVI
El conde de Nancey regresó por la no-
che rendido de fatiga y abatido como un
hombre á quien han comunicado su sen-
tencia de muerte, Entró directamente en
sus habitaciones, rehusando comer, pero
se hizo servir dos botellas de vino de Bur-
deos...
Margarita, sabiendo que su marido había
vuelto, esperaba una explicación terrible ó
alguna escena lamewtable de reproches y
de insolencias. Se engañó, porque Paul no
se presentó en su habitación.
Al día siguiente Paul hizo saber á su
mujer, por medio de su doncella, que de-
jaba á4 Montmoreney y que fuese á reunir-
se con él á su hotel de la calle de Boulogne.
Entonces comenzó para Margarita la
existencia más triste, precursora de una
catástrofe próxima.
Paul parecía haber renunciádo á aquel
arreglo de cuentas con que había amena-
zado á su mujer en el momento en que
la dejó para seguir á Blanca Lizely. Casi
todo el día lo pasaba fuera de casa, y cuan-
do por casualidad comía en compañía de
su mujer, no le dirigía la palabra. Sufría
mucho y desmejoraba visiblemente, tor-
nándose su rostro pálido y demacrado co-,
mo el de un hombre cuyos disgustos ó el
exceso de enervantes orgías han envejeci-
do prematuramente.
El Conde habla dado orden concluyen
te de que no se admitiese ninguna visita
en el hotel, Varias veces el señor de Nan»
gis se había presentado inútilmente. Mar-
garita lo ignoraba y no osaba escribirle,
pero pensaba en él sin cesar, en su trista
aislamiento, siendo su único consuelo re»
petirse :
—No estoy completamente sola en el
mundo... tengo un amigo...
Pi
Retrocedamos algunas horas y explique.
mos en pocas palabras las causas de la l-
gubre y profunda melancolía del señor de
Nancey.