110 ARTEMIO PRECIOSO
nd
cuando ella aparecía, mis gritos cesaban, y, aver-
gonzado, me iba, mordiéndome los labios, a un
rincón. Ella decía:
—Dejadme sola con él, que yo veré lo que
quiere,
Y cuando se quedaba sola conmigo, me cogía,
me arrastraba hacia sí, me colocaba sobre sus
muslos, y, besándome en la frente, en las meji-
llas y en los ojos, decía :
-—Dime, dime, hermoso: ¿por qué lloras? Yo
sé que eres bueno. Yo sé que no te comprenden.
¡Ah, si yo estuviese siempre contigo! ¡Es que no
saben tratarte, no saben que tú no eres como
los demás...
Y había en sus palabras una tan inefable dul-
zura para mí, que, cautivado, abría mucho los
ojos, y la miraba, la miraba, invitándola a que
siguiera hablando...
Y ella hablaba, hablaba de las almas incom-
prendidas, de los corazones rotos por la grosería
y la torpeza ajenas, de la falta de tacto para tra-
tar a ciertos espíritus delicados.
Y un día terminó así:
-Yo sé que, a pesar de ser un chiquillo por
la edad, eres un hombrecito que siente como los
MAyores...
Entonces yo rompí a llorar sosegadamente, y
ella me animaba a seguir llorando:
—lLlora, nene, llora, que eso te hará bien...
Pero al ver que el llanto no cesaba y que era
cada vez más intenso y más amargo, preguntó;