EL DESCONTENTO 111
—¿Es que tienes alguna pena? Dímelo a mí
todo, todo lo que te pase...
Y cuando ella quizá esperaba que yo refiriera
alguna injusticia de la escuela o alguna mala
pasada 'de un chico, confesé, mientras la estre-
chaba muy fuerte entre mis brazos, que mi pena
era quererla a ella, a Isabel, más que a mi vida,
y que si ella quería nos casábamos o nos fugá-
bamos...
Primero, al oírme, rió. Después se puso seria,
me dió un beso en la boca, me mordió los labios,
me abrazó fuertemente, y dijo:
Ven esta noche a las once a mi cuarto. Lla-
mas por la ventana, y yo abriré.
Y corriendo, desapareció.
Pero, ¡oh, dolor!, en seguida volvió, y, casi
riendo, me dijo que todo había sido una broma,
y que no cometiera la tontería de ir a buscarla.
Ante aquella traición reaccioné, y, muy serio,
la escupí la ofensa suprema. Ella, riendo, se
marchó.
A los pocos días supe que Isabel se hablaba
con un sargento de la Guardia civil, y que se
iban a casar en seguida.
No lo quería creer, y una tarde fuí a su casa
y vi a los novios muy juntos.
Y a solas, sin que nadie me viese, lloré mu-
cho, mucho... Lloré de impotencia, de verme tan
pequeño, tan chiquillo, tan risible... Y yo os ase-
guro que fué un llanto de pena muy honda, ver-
dadera...