48 ARTEMIO PRECIOSO
en que el padre de Clara ostentaba la profesión
de sirviente y Petrilla, de cocinera, coincidía al-
gunas veces en padecer los mismos amos que
Jacob, y abogó por la candidatura matrimonial
del médico, con aquella facundia y fárrago ver-
bal que la distinguían, y sin que el propio Li-
berato supiese nada.
Don Jacob Arango al principio puso algunos
reparos al proyecto de Petrilla, todos de índole
material. Aquel hombre sería todo lo sabio que
se quisiera, pero no tenía fincas. Su hija, no por-
que fuera guapa, pero, ¡caramba!, reuniría el
día de mañana cerca de un millón de pesetas, y,
francamente, entregarla así como así a un eja-
rramantas... Había que pensarlo.
Y lo pensó. Y como quien había de decidir la
balanza era Clara, y Clara estaba en esa edad
crítica de las mujeres en que sólo desean un ma-
rido, sea “como sea, a todo trance, falló el pleito
en favor de Liberato, que aun no se había insi-
nuado siquiera.
Potrilla se encargó de-decidir al médico; Pe-
trilla, que era la Providencia de aquella ruina
fisiológica que se llamaba Liberato Gómez de la
Cuerda.
Porque una ruina, y sólo una ruina fisioló-
gicamente hablando, era el futuro esposo de Cla-
ra Arango. Había perdido en su juventud un
pulmón, así como el que pierde un diente, y su
dolencia, si no lo era, por lo menos se parecía
mucho a la tuberculosis. Además, Liberato no
pe