76 ARTEMIO PRECIOSO
Felipe estuvo, seis o siete meses postrado en la
cama, pero rabiando, vociferando y martirizan-
do a María hasta los últimos momentos... Y,
cuando María se cercioró—se resistía a creer-
lo—de que su amado esposo era tan cadáver
como cualquiera de los durmientes del Campo-
santo, dijo:
—¡Pobrecito! Ya habrás dejado de sufrir...
Ya, por lo menos, descansarás...
Y María cayó de rodillas, rezando.
Toribio, en la cara, era el vivo retrato del pa-
dre. En lo interno, en el alma, era la más perfec-
ta encarnación de la madre. Tenía de María la
resignación, la paciencia, la prudencia. Como
su madre, era Toribio bueno, confiado, noblote,
algo simple. No tenía, ni con mucho, una gran
inteligencia, cosa, después de todo, natural, pues-
to que María era corta de luces y Felipe fué un
completo mastuerzo.
Al morir el padre, Toribio tenía catorce años,
y María, poseedora de unos miles de reales, cifró
sus ilusiones en dar carrera a su hijo amadísi-
mo. Toribio, en la escuela, no se había mostrado
muy torpe. Y el maestro, después, amplió algo
sus conocimientos, tomándose en ello bastante
interés en memoria de la buena amistad que le
había unido al malogrado carabinero. El mu-
chacho no mostraba predilección por carrera
determinada, y María, que era muy religiosa,
decidió hacerlo cura... De pensarlo tan solo, su-
míase María en arrobos profundos, que más que