Al ver a su mujer y su hija, esas
dos mujeres de su sangre, de su co-
razón, de sus más íntimas palpita-
clones, arrodilladas allí frente al Su-
premo Hacedor, algo muy hondo habló
a Leslie.
El montoncito de blancos tules y
albas rosas que ornamentaban la fi-
gura delicada y purísima de su hija
se veía en el centro de la nave de la
iglesia y parecía un pichón de blanca
pluma con su tibio aletear de vida
suave y delicada. ¡Qué ángel había
él traído al mundo! ¿Para qué? s
La sola idea de que esa niña ala-
bastrina pudiese manchar su ropaje,
no ya su piel, con el barro de la vida,
aterrorizaba al divino artista. La fren-
te de su hija se había hecho para co-
ronarse de lirios, y sus manitas de
láctea dulzura, blanda caricia para
repartir vida a otros. Sus labios virgi-
nales, que iban a comulgar la gran
idea, no, el gran símbolo, ¡tampoco!,
la propia esencia de Dios, no podían
articular frase que no fuera de magna
dignificación, de infinita bondad.
Leslie, por primera vez se sentía
pequeño allí, perdido en la gran som-
bra del gran templo aristocrático, don-
de todos los que lo aplaudían y cen-
suraban se habían congregado para
formar procesión a su hija. La niña
celestial nada sabía de esas vanidades
crueles. Ella sólo pedía en el taber-
náculo de su almita diáfana, lo que
su madre le había dicho: paz para el
alma de papá y mucho amor para
mamá. Y para ella la felicidad en esta
vida y que en la otra se reuniera con
sus padres, para estar juntos siempre.
El novelista veía también la ele-
gante silueta de su mujer, recogida
COLECCION DE NOVELAS SENTIMENTALES
en la oración ferviente. Fl estaba se-
guro que en sus labios el nombre suyo
iba mezclado a cada dos frases de la
plegaria. ¡Qué tesoro esa mujer que
él eligió entre mil, idolatrándola por
su belleza absoluta, que iba de la
cara al cuerpo y de éste se internaba
en el alma más extraordinaria que
él hubiera visto! Wanda, toda com-
prensión y perdón, fe y luz, piedad,
amor, Compasión, gracia, inteligencia,
ternura, tenía momentos en la pasión
en que se” dabaextasiada como en
minutos de tránsito a la gloria. Era la
amante colmando el placer y luego la
augusta esposa de plácido amor, sin
alardes, pero tan grande, tan profundo,
que Leslie lo sentía allí, en el fondo
de su alma estremecida de las su-
blimes fusiones del momento: su espí-
ritu de cristiano, su mente de artista
y su corazón de hombre.
Y cuando llegó el instante de dar
a la hija la Sagrada Forma y la niña
levantó la cabeza de la cual él sólo
veía el círculo de blancas florecitas
que en fuerza de imaginar el artista
vió nimbadas de luz, Leslie Pearson,
el profano escritor del amor terreno
y caduco, sintió que algo imponde-
rable lo elevaba y que su pluma ml-
sera no sabría expresar con digna
forma ni con fuerza bastante aquel
momento de vida celestial. Y vió a
su hija volver a su reclinatorio con las
manitas juntas como dos palomas que
aprisionaban los granos de oro de su
rosario, y que su faz purísima no era
ya cosa de este mundo.
Luego Leslie miró a la esposa, que
comulgaba también, y contempló su
pecho, templo de mujer buena donde
él, el autócrata, estaba entronizado»
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