76
Aquel número se titulaba «La Rosa
de Carne» y aquella figurita, en su
nacarado desnudo, sólo mostraba dos
sombras grandes y negras... los ojos
que brillaban como carbunclos.
A tiempo de hacerse la obscuridad,
los violoncelos y violines, que pulsa-
ban músicos húngaros, interpretaban
quedamente alguna obra maestra de
armonía, y la niña aquella iba a colo-
carse entre los brazos del agraciado,
con facultad de besar la linda figu-
rita de tibio raso.
Cada noche era distinto el poseedor,
Quiso la suerte loca que aquella
noche correspondiera a Leslie la pe-
queña maravilla humana.
Ella se ofreció sonriente, con acti-
tudes picarescas y guiños muy signi-
ficativos...
La Zanelli reía gozosa de ver al
amado en tal aprieto, pero él supo
desobligarse gentilmente; tomó un
haz de flores de las que por allí había
y cogiendo a la niña por la cintura la
sentó sobre el florido montón, y al
tiempo de darle un beso le colocó,
con fino disimulo, un billete en el cin-
turón de pétalos de rosa y volvió al
lado de Pía, que simulando llorar
haciendo pucheritos como los niños, le
dijo:
¿Y a mi?
¡Tú eres mi vida y mi reina!...
Si yo no hubiese estado aquí con-
tigo, ¿qué habrías hecho con ella?
¡Hija mía!... Ponte en mi caso.
-Es muy guapa, pero estas mu-
jeres no aman.
--Si aman es peor... Mira qué bello
es este salón—dijo Leslie para desviar
la atención de la dama, que empezaba
a acosarle a preguntas.
COLECCION DE NOVELAS SENTIMENTALES
Y ambos comenzaron a pasar re”
vista a los palcos y después a todo el
recinto, en donde el arte exquisito,
hermanado con la abundante riqueza,
parecía redimir los pecados de la
carne con el óleo de las purificaciones.
En los muros velanse pinturas muy
recientes de sabor indiano novísimo,
pintadas, por la inspiradísima Anita
Alhberg, porque América con su gusto
refinado sabe apropiarse, a fuerza de
dinero, las obras de cuantos empiezan
a sobresalir en el mundo: así es que
el Sur compró las pinturas de la jo-
vencita del Norte en sumas fabu-
losas.
Pía, haciéndose la distraída, daba
vueltas en su cabeza a las proposi-
ciones amorosas de Leslie y se ocu-
paba al parecer en sacar una tarjeta
de visita que parecía sujeta a la pared
con una horquilla,
Leslie la miraba, conteniendo la risa
a duras penas... Era un rasgo genial
de un bohemio que había dejado allí
aquel recuerdo de su talento.
Aquella horquilla, que parecía tan
real, estaba pintada y la tarjeta igual-
mente, y en ésta aparecía el nombre
de su autor, un alemán, famoso maes-
tro de las siluetas.
¡Ya ves qué talento!
lie—. El autor ha conseguido enga-
ñarte a ti, que vas debajo del agua y
dijo Les-
sabes dónde ponen los peces los
huevos...
Me engañé porque tenía el pen-
samiento en otra parte-—dijo la dama
un tanto picada.
Escucha ahora: el que va a can-
tar es tenido hoy por el as de la
canción.
—V alse du serment—anunció un lin-