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PLACER, DOLOR Y FELICIDAD 89
con su padre, y podía seguir las mi-
radas de la pobrecita que se posaban
sobre el magnífico señor, rendidas,
flúidamente amorosas. Eso no se fin-
ge. En cuanto al papá: ¡qué guapo era!
según Wanda, y ¡cómo quería a la
bordadora!
—Sí, madrecita— decía luego Wanda
al retrato de su madre adorada, al
irse a acostar, en coloquio y plegaria—-;
SÍ, nuestro niño grande se ha enamo-
rado, ¡mucho, mucho!... ¿Verdad que
es mejor así? ¿Verdad que no sería
justo que lo dejase yo solito, en manos
de todas las tentaciones?... ¿y que
ella lo ama de verdad y lo hará muy
feliz... y lo cuidará cuando yo no pue-
da estar con él porque tendré que
atender a ese pobre loquito de Leslie?
Y el retrato parecía intensificar su
dulzura y agrandar su noble distin-
Ción, y en ello veía Wanda una res-
Puesta feliz a su demanda no exenta
de temores.
Sería horrible en verdad verlo ca-
Sado con la Oxley. En cambio, ¡qué
bonita y qué suave y qué monina es
Irene!
Y resultó de todo esto que la Oxley,
desesperada en el total derrumbe de
Sus tentativas de hechizar a mister
Clary, armó un lío en contra de la
Pobre maestrita, no así no más, sino
trascendental, y tuvo que intervenir
2 misma Wanda, que descubrió en
la actitud de la bordadora una mani-
testación más de virtud callada y de
Sencillo heroísmo.
También gustó mucho a Wanda la
dignidad con que aceptaba su suerte
la Pobrecita. Sin ridículas altiveces,
Que sólo tienen los salidos de la nada,
OS barvemus, pero tampoco asombra-
da. Parecía saber merecerla y recibía
las atenciones con graciosa amabili-
dad, pero sin humillarse demasiado.
Queriendo la millonaria penetrar
más en la existencia de aquel ser ver-
daderamente original por su aisla-
miento en medio de su juventud y
belleza, la acompañó un día a su ca-
sita. Vivía en compañía de una anciana
señora que le proporcionó trabajo
siempre. Esta tenía dos nietecitos
huérfanos, y la bordadora era su ángel
guardián. Ellos la adoraban y ella
se propuso convertirlos de paliduchos
y de aspecto mísero, en unos atletas
a fuerza de higiene.
La abuela se asustó al principio,
pero después, comprobando que los
chiquillos engordaban entre el lavoteo
y los alimentos que la bondadosa niña
les daba privándose ella de muchas
cositas, se fué tranquilizando. En lo
único que usaba énfasis y ponía cá-
tedra la jovencita aquella, era en la
exposición de las teorías de la hidro-
terapia. Tenía verdadera pasión por
la limpieza, de la que ella misma era
el símbolo encarnado. Olía a nardos, a
azucenas, a espumas de jabón y a
gloria.
Pues a aquellas ternuras improvi-
sadas la acompañó un día Wanda y
subió hasta su cuartito, que parecía
una jaula de mimbre. Muy alto, do-
rado por el sol y bonito, y sin nada
que valiese un real, a no ser algunos
libros buenos y una colcha de muy
buen gusto.
—Esta colcha era de mi madre
dijo la niña a Wanda; y le enseñó la
fotografía que entre flores conservaba
de la amada muerta.
iíste fué otro punto de simpatía