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136 LA MIJA DEL TERRORISTA
El que habló primero, con las manos en
el bolsillo y el mugriento sombrero echa-
da hacia atrás, era el prototipo del pillete
de calle. Estaba en el arroyo frente 4 otro
ahico sentada en el escalón de la entrada
de una casa de muy mala catadura.
—¿Qué estás haciendo ahi?
—¿Na lo ves? Nada.
El niño sentado, era menudo y raquí-
tica, pálido, hambriento y huraño. Ves-
tía miserables harapos.
El otro, algo más desarrollado y tal yez
dos Ú tres años mayor, tenía un aspecto
más robusto. No se movió y pareció en-
tregarse á sus cavilaciones, mientras ju-
gaba distraldamente con un puñado do
balas que se había sacado del bolsillo,
Instintivamente, el que estaba sentado
en la puerta contemplaba las balas que
saltaban entre los sucios dedos de su due-
ño. Este seguía completamente abstraíl-
do. Luego, sentándose en el borde de la
acera, ordenó sus balas y principió á ju-
gar solo, La calle no estaba desierta y dos
ó tres mujeres hicieron correr alguna bala
con sus faldas. El chico las recogió del
suela y dijo contrariado :
—Na le dejan. á uno tranquilo.
—/| Qué le haremos !—diio el otro sin
apartar los ojcs de las balas.
El propietario de éstas volvió á peatar-
se y reanudó su juego. Al cabo de un rato
levantó la cabeza y vió que el niño páli-
do le observaba fijamente.
—¿No tienes balas ?—le preguntó.
El niño movió la cabeza negativamente,
—¿ Quieres jugar?
—Tanto me importa—repuso con tono
displicente.
—Ven, te dejaré algunas.
De este modo los dos principiaron sus
relaciones,
—Escucha—dijo el de las balas, des-
pués de jugar dos partidas sin decir una
palabra ;—¿ vives aquí?
—SÍ.
—¿ Qué haces ?
—Nada; vivo.
—¿No tienes trabajo?
—No; ahora no.
—Entonces, vente 4 la calle de más
arriba que es más tranquila; allí nadio
nos molestará coma aquí.
—No puedo moverme de aquí—replicó
el otro, volviendo 4su malhumor primero,
—¿De esta puerta?
—SÍ,
—¿ Por qué? ¿Qué has hecho?
—No he hecho nada malo, pero mi
abuela no quiere que me mueva de aquí,
porque á veces me hacen encargos.
—Y a—dijo el dueño de las balas con in-
diferencia.—Juguemos á otra cosa. Escu-
cha—continuó al cabo de un rato, —¿00-
noces á mucha gente de estos barrios ?
—AsíÍ, así.
—¿No has visto nunca á un señor muy
alto con patillas y una narizota muy en-
'arnada en medio de la cara?
—No; ¿por qué me lo preguntas?
—¡ Cáspita! porque me hizo trabajar y
me pagó muy bien. Me dija que hoy me
volvería á necesitar y que le encontrarla
en. esta esquina; pero no ha compareci-
do. Me dijo que si me encontraba pos
estos barrios muy á menudo me emplea-
ría, y como paga tan bien...
—¿De qué clase de trabajo se trata ?—
preguntó el niño raquítico cuya reserva
y desconfianza iban menguando.
El otro hizo un gesto dándose impor-
tancia.
—No me gusta publicar mis negocios,
Son. algo mejor que llevar cartas Ú pa-
quetes á domicilio. Hagamos otra par-
tida.
Cuando ésta se acabó, recogió lag ba-
las y dando una palmadita en la espalda
del más pequeño, le dijo:
—Adiós, me voy á ver si doy con el ge-
.