—¿Trá usted, pues, á ver á Makofski
en casa de La Croix?
—Hemos de obedecer, tanto usted como
yo: ¿acaso no somos esclavos del comi-
té central? Me parece leer en sus pensa-
mientos: en este instante se está usted
maravillando de mi extraña conducta. Me
ha preguntado usted muchas veces si no
deseaba ver 4 Moina La Croix y otras tan-
tas le he contestado con evasivas. ¿Sabe
usted por qué? No tengo razón alguna
para no intimar con esa simpática y solita-
ria amiguita de usted, pero me lo han pro-
hibido.
—¿ Prohibido ?—exclamó Renato.
—$1 ; los miembros del comité central.
—¡ Ah! ¡ Ya principio á ver claro!
—También yo, gracias á usted. Pero...
todo se andará. Confíe en mi; obedeceró
á mis amos, pero esa chica, que parece tan
desamparada, hallará una persona amiga.
Y ahora, le ruego que me deje, pues estoy
muy ocupada. Dígale usted 4 Lugos que
obraré conforme á sus deseos.
LTL
PROCEDIMIENTOS ' ANÓMALOS
Anteriormente á la instalación del cap1-
tán Makofski en casa de Lia Croix, el doc-
tor Lugos apenas había frecuentado dicha
casa, no yendo á ella más que las noches
de reunión.
Mas ahora era necesario que fuese á
ver al capitán, porque La Croix había re-
suelto hacerle ingresar en sus filas, Por
esta razón una mañana Crasháw y Lugos
flamaron á la puerta de La Croix.
Masrofski les recibió amablemente y en-
tabló con ellos animada conversación, Al
144 LA HIJA DEL
TERRORISTA
cabo de un rato, volviéndose hacia Lugos,
le preguntó :
El nombre de usted no me es desco-
nocido. Es usted nihilista, ¿no es verdad ?
A pesar de su sang: fria, las mejillas
del doctor se enrojecieron.
—Y si no me equivoco, somos compa-
triotas.
—Soy polaco, capitán.
—Bueno; lo mismo da. ¿Le interesa á
usted mucho la miserable lucha que hay
en este país entre hombres que necesitan
dinero y hombres que no quieren soltarlo,
comparada. con el estado real de nuestra pa-
tria, con su pobreza, su opresión, sus tor-
turas, sus hombres, el destierro, la muerte?
Comprendo que esto pueda atraer á su
amigo de usted, el señor...
—Crasháw—insinuó La Croix.
-—Ei señor Crasháw. Los ingleses per-
tenecen ¿ una. raza comercial, y el señor
quizá no se ha hallado nunca frente á fren-
te á los males más hondos que padecen los
revolucionarios europeos.
—Está usted en un error—dijo Cras-
háw con sequedad.—He vivido en Rusia
y só perfectamente lo que es el nihilismo.
—Lo ignoraba.
Crasháw no observó la rápida mirada
con que lo envolvía su interlocutor,
—Iría usted allá mientras estuve en Si-
beria; cuando uno ha estado desterrado
muchos años, llega 4 perder el mundo de
vista,
—Bueno, ¿y qué?—preguntó Crashgw
al salir de la casa.
—Bueno, ¿y qué ?—repitió Lugos, 20
mo un eco.
—¿Qué ha sacado usted en claro?
insistió Crasháw con ironía.
—Muchas cosas. En primer lugar que