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LA £IJA DEL TERRORISTA 155
—¿He obrado mal, fraulein ?
—No voy á alabarte ni 4 vituperarte,
Minna—contestó Magdalena, dejando caer
la hoja de papel.—Lo que has hecho es-
taría mal hecho en nueve casos sobre
diez. Lo que puedo decirte es que no me
has disgustado. Tengo motivos poderosos
que me obligan á indagar la vida y mi-
lagros de la Princesa, aunque tales moti-
vos no son personales. Está segura de que
no es la curiosidad la que me impulsa. Y,
para acabar, te diré francamente que me
has prestado un señalado servicio,
LVI
EL DESPERTAR DE UN CORAZÓN
El capitán Makofski recibió el mensaje
de la princesa Sacha estando con Miles
La Croix en su despacho. Lo leyó sin in-
mutarse y pidió permiso para escribir in-
mediatamente la contestación.
Sin averiguar quién podía ser el porta-
dor del escrito dió la respuesta 4 Margari-
ta y enseñó á La Croix la carta de la Prin-
Cesa.
Sacha declaraba no estar satisfecha de
su primera conversación con el capitán.
No la sucedía cada día el encontrarse con
un compatriota en América y mucho me-
nos con uno que había vivido en su mis-
ma ciudad y conocía á los que ella conocía.
Quería hacerle aún nuevas preguntas ; no
dudaba que podía darla nueyos é intere-
santes detalles. Le rogaba, pues, se digna-
se ir ú verla en cuanto le fuese posible, No
podía negarse á ello. En Rusia ella hubie-
ra mandado y ú él le tocara obedecer.
Crelase por un momento en Rusia y le or-
AT in
denaba fuese 4 verla aquella tarde á las
ocho.
Miles La Croix dejó la carta y frunció
el entrecejo.
—¿Qué piensa usted hacer ?—preguntó.
—Ella manda, ya lo ve usted, y, por
consiguiente, sólo me toca obedecer,
Iba 4 guardar la carta, pero La Croix
la volvió 4 coger.
Había una postdata que decía :
«Le ruego no pierda el tiempo escri.
biendo largo. Escríbame una sola palabra:
sí Ó no.»
—He escrito la primera—observó el car
pitán, cuando La Croix volvió 4 dejar la
carta.
El anciano parecía todavía preocupado,
—Esa mujer—dijo, hablando lentamen-
te,—es, si no me equivoco, la persona de
quien tiene usted motivos para temer algo,
—En efecto.
Y, ¿va usted ú verla?
—Es lo más seguro y prudente. Esta
sarta es un mandato y tiene un doble sen-
tido, Pero ahora se me ocurre que acaso
haya obrado con precipitación. Si voy á
verla y algo malo resulta de ello, quizá es-
to le comprometa á usted. Debiera haber-
le consultado antes de resolver.
—No vaya usted—dijo La Croix, con
firmeza.
-—Es verdad que he escrito ya una cosa,
pero puedo volver ú escribir todo lo con-
trario. Lo que siento es que en este caso
incurriré en un castigo que quisiera de to-
dos modos evitar,
—( (Qué castigo quiere usted decir?
-—La pérdida de su compañia, señor La
Oroix. El destierro lejos de su techo. Si la
señora Orloff es lo que yo temo, no puedo
desobedecerla y permanecer aquí. Esto se-
ria exponer á usted á un peligro. La casa
sería estrechamente vigilada y usted nada