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LA HIJA DEL TERRORISTA 159
sario? ¡Se sospecha que usted sirve secre-
tamente al gobierno ruso!
=-¡ Bah !
—Naturalmente, yo no lo creo asi, pero
otros lo creen. Supongamos, pues, que us-
ted me delata; yo, á mi vez, la delato 4
usted, y á los que se constituyan jueces de
nuestro litigio les digo que usted me mandó
buscar y que yo acudí en son de guerra.
Usted conocía al capitán Makofski y recor-
dará, sin duda, que muchos le tenían y le
tienen aún por leal, habiendo negado él
siempre la acusación de nihilismo. Ha-
llándome frente á usted, esto es, no sien-
do un emisario de la policía rusa, usted me
ataca para salvarse ; dice usted que lo que
ha hecho no es más que una trampa para
cogerme en ella. Mas, para los que ya
sospechan algo, lo que usted les cuenta
les parece inverosímil ; y mientras no pue-
de usted probar su adhesión á la causa, se-
fora, en vez de hundirme á mí, usted se
hunde.
Ella dijo apretando los dientes:
—Ha dado usted en el blanco; pero, se-
pa que, aunque esos imbéciles dudan de
mí, está en mis manos convencerles y con-
fundir su insolencia y la de usted. Obre us-
ted como mejor le parezca, que con ello
me obligará 4 tomar una determinación
que sólo había suspendido temporalmente.
No será entonces de mi de quien sospecha-
rán los señores Lugos y Orasháw; quizá
así saldaremos las cuentas.
Levantóse bruscamente y principió á
dar vueltas por la habitación.
—Haga usted lo que quiera, no tiene
usted salida. No conjeture lo que yo pueda
decir ó hacer; lo cierto es que voy á desen-
mascararle...
Interrumpióse, acudiéndole á la imagi-
nación la idea de que, realmente, podía
afirmar que no era Makofski, pero, en
cambio, no podía decir quién era. Moles-
ta por este pensamiento, permaneció un
rato callada y él, por su parte, no trató de
romper el silencio.
—¿ Qué más ?
—Ah, dispense—dijo él, como hombro
á quien se interrumpe de un modo inespe-
rado mientras está contemplando una obra
de arte.
—¿No ha de decir usted nada más ?
—¿ Qué quiere usted que diga? Usted
lo ha dicho todo. Más, no; permítame que
le pregunte de nuevo por qué me hizo us-
ted venir.
—Para delatarle.
—S$Si no fuera más que por esto, nada le
impedía que me delatase sin este requisito.
Tenía usted otro propósito; ó metermo
en un callejón sin salida ó dictarme condi-
ciones,
Cemo quiera que fuese, la Princesa no
estaba ya para parlamentar.
—No sabrá usted nunca mis propósitos
—d:jo, con altivez,
—Otra pregunta: ¿por qué ayer fingió
usted conocerme ?
—Formule usted mismo una respuesta
á esta pregunta, como lo ha hecho con la
primera—replicó ella con tono sarcástico.
—Trataré de hacerlo. Supongamos, por
ejemplo, que no esté usted muy contenta
de Lugos y de Orasháw ; no la disgustaría
jugarles una mala pasada y para ello qui-
zá pudiera usted valerse de mi. Me llama
usted para anonadarme, para arrancarme
una plena confesión acerca de mi perso-
nalidad, de mis fines y mis móviles ; en una
palabra, me hace usted rendir armas y lue-
go me convierte en esclavo. Desgraciada-
mente, ha hecho mal en enfadarse desde el
principio. Por esto le ruego que se calme
y reflexione, Prefiero que no me delate
usted y no me desagradará conocer las
condiciones que tenga usted á bien im-
ponerme.
—Es usted muy atrevido—dijo ella fría-
mente ;—quizá le hubiera preguntado por