Full text: La hija del terrorista

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LA HIJA DEL TERRORISTA 171 
zate por ver al hombre que le instiga al 
mal; cuando menos, averigua su nombre, 
Redobla la vigilancia, que es cosa impor- 
tantísima. 
LXIL 
LA MEMORIA DE HANS 
Un hombre y un muchacho se encon- 
traron á poca distancia del hospital en el 
cual estaba luchando entre la vida y la 
muerte el pobre Frank Price. 
El hombre era Rogelio Dréxel y su com- 
pañero Johnny Deegán, el ex limpiabotas. 
Johnny y Hans Kréssler vivian en una 
casita algo apartada, hallándose al cuida- 
do de la mujer del polizonte Bates ; los dos 
esposos no ignoraban que Hans era un 
huésped al cual no se debía perder de vista. 
A Johnny Deegan le incumbia la obli- 
gación de captarse la confianza de aquel 
chico tan poco comunicativo como atemo- 
rizado. Dréxel no dudaba que sus confi- 
dencias podían contribuir no poco ú des- 
enredar aquella enmarañada madeja. 
Hans no sabía leer, y cuando una ma- 
ñana compareció Johnny con cara des- 
compuesta y con un diario en la mano, 
el chico dió fácilmente crédito á lo que 
el otro simuló leer. 
Según Johnny, Hans era hombre al 
agua. No sabía quién publicaba su nom- 
bre y sus señas, presentándole como su- 
jeto de malos antecedentes y ofreciendo 
una recompensa al que diese con él. En 
prueba de su aserto, Johnny desdobló el 
periódico y leyó gravemente el aviso, 
El pequeño detective había averiguado 
por Bates los castigos infligidos á los chi- 
cos que se escapan de su casa y son cap- 
turados. La descripción de tales castigos, 
salpicada con sal y pimienta, había sido 
un arma poderosa para dominar 4 Hans. 
Johnny tenía ¿ Dréxel al corriente de 
todo con su.charla animada, pero el día 
en que le vió cerca del hospital, como 
queda dicho al principio de este capítulo, 
el chico parecía. más preocupado. 
Acabada su relación, ambos se dirigie- 
ron á casa de Bates y allá Dréxel vió ¿ 
Hans por vez primera. 
—Hans, deseo saber algo más de lo que 
hacias cuando estabas á las órdenes de 
aquel viejo. ¿Cómo se llama? 
—Tansig; pero mi abuela y otros le 
llaman la Araña. 
—Dime, Hans; ¿cómo fué que encon- 
traste 4 Frank Price, el chico de la flo- 
rista, el día que llevaba aquel gran cesto 
con flores? ¿Sabías que había de pasar por 
allí? 'Tenías la cajita que habías de dejar 
en la mesa de la entrada con las flores ; 
¿te habían mandado que lo hicieses aquel 
mismo día ? 
—Si, señor; hacía ya dos 6 tres días que 
no sabía cómo arreglármelas para entrar 
en la casa, no hallando. nunca la ocasión 
propicia. Aquella mañana la Araña me di- 
jo que si no cumplía el encargo aquel mis- 
mo día, me la haria pagar cara. 
—¿Por qué no llamabas y entregabas el 
paquete al portero? 
—Porque me lo había prohibido; la 
cuestión era entrar en la casa y dejarlo 
en la mesa. 
—Sabía que en el vestíbulo habia unu 
gran mesa y que aquel día tenía convi- 
dados. ¿Cómo lo sabía? ¿Había estado en 
aquella casa? 
—No lo sé. Había alguien que vigilaba 
la casa continuamente; á veces mi abue- 
la, otras veces alguno de los Caballeros. 
—¿Los Caballeros ? 
—Mi abuela los llamaba así. Me decía 
que algún día también yo sería Caballero.
	        
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