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190 LA HIJA DEL
—No. Déme usted más detalles.
—Hovey, éste era el nombre de la vic-
tima, fué hallado con un puñal clavado
en el pecho en la cama de su amo, donde
dormía. Por segunda vez el consejo sacri-
licó al hombre que no estaba condenado.
La Princesa arrugó el entrecejo y dijo,
como si hablase para si:
—Me cae una venda de los ojos.
Acto seguido, pregunta con ansiedad :
— Y ese hombre que usted llama
el Araña... ¿qué ha sido de él?
—Está más vigilado que nunca,
“—¿Cómo pudo usted burlarle?
—Una noche, pocos días ha, un indi-
viduo llamado Makofski andaba por la ca-
lle después de despedirse cordialmente con
todo un señor doctor Lugos, cuando fué
asaltado por dos bandidos que blandían
seudas porras, empuñando además uno de
ellos un puñal ; no se salieron con la suya,
y un coche de alquiler que les estaba es-
perando facilitó su huída, Makofski te-
nía la seguridad de haber dejado maltrecho
al del puñal, rompiéndole un brazo ó cosa
jpor el estilo y, testando continuamente
alerta, le oyó decir al día siguiente al doc-
tor Lugos que había tenido que curar á un
herido aquella noche misma. Algunas ho-
ras después Lugos y Makofski volvían á
pasearse juntos, no ocurriendo ningún inci-
dente importante; únicamente Makofski
topó con un hombre borracho, según las
apariencias. Siguió un brewe altercado, y
el seudo borracho tuvo tiempo de sobra
para examinar á Lugos. Quizás adivina us-
ted lo demás,
—S51 ; cuando usted... quiero decir, cuan-
do Makofski y Lugos se separaron, el fal-
so borracho siguió al doctor.
—Eso mismo.
—No sé cómo logró seguirle sin que el
otro se diese cuenta,
—El hombre que vigiló 4 Lugos no se
TERRORISTA
parecía en nada al que topó y disputó con
Makosthi.
—¿ Cuál fué el resultado de ello ?
—Nulo aquel día, pero magnífico al si-
guiente. Sabemos dónde hallar al Araña,
cuyos huesos rotos van mejorando, permi-
tiéndolo en breve trasladarse por sus pies
á la cárcel.
—Con todo lo que usted sabía, ¿qué ne-
cesidad tenía usted de sacar de la tumba
al infortunado Fernando Makofski y, ro-
bando su personalidad, introducirse frau-
dulentamente en casa de La Croix?
—Mis informes eran generales, pero
me faltaba saber el papel que representaba
cada uno de los personajes del sangriento
drama. Quería sacar en limpio quién era el
jefe nominal de la compañía y quién el ver-
dadero director. Creí que el medio más
eficaz para descubrir sus manejos secretos
y dominar á esos hombres, era apropiarme
el nombre de Makofski, cuya historia no
me era desconocida, estando asimismo fa-
miliarizado con la política é intriga rusas.
Podía hacer sus veces con éxito y mi nom-
bre era mágico para abrirme todas las
puertas ; tenía la certidumbre de ser el
bienvenido en casa de un patriota honrado
como lo era La Croix antes de per-
der su juicio. Pero los criminales temen la
sombra de un hombre leal, puesto que no
trabajan por la libertad, sino por fines
egoistas y rastreros.
La Princesa se levanta y dice:
—Caballero, no soy yo quien he de pe-
dirle cuentas de su conducta ; pero, di-
game usted, se lo suplico, ¿por qué me ha
escogido á mi, lo oye usted, á mí para des-
cubrir su osadía inaudita ?
—Porque—dice él, pesando sus pala-
bras, —he llegado 4 un punto en que no
basta mi trabajo personal. Necesito la asis-
tencia de una persona y no hay nadie en
el mundo que pueda y deba ayudarme co-
mo usted,