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LA HIJA DEL
que di con él y le escupi á la cara una
sarta de invectivas. El hombre se defen-
dió fríamente, pero logró atemorizarme
haciéndome ver cuán neciamente me ha-
bía vendido á ellos en cuerpo y alma.
»Ya sabía lo que significaba el verbo
trasladar en el comité ejecutivo; pero lo
había pagado caro, pues fuí despedido de
la fábrica por no ir 4 mi trabajo los días
que duró la vista de aquella causa, Cuan-
do iba á gastar mi último dóllar, Croizón
me tendió la mano, ofreciéndome una bue-
na gratificación por cierto trabaja delica-
do. Estiaba tan desesperado que le dije me
hallaba dispuesto 4 cualquier cosa mencs
robar y matar. Me llevó, pues, á una casa
de un viejo asqueroso que algunos llama-
ban Papá y otrcs el Araña y me embar-
qué en otra aventura. Esta vez no se
trataba más que de avisar á alguien.
»Enterado del caso, el Araña, un niño
llamado Hans y yo fuímos á unal casa...
vinimos aquí, puesto que estoy dictando
este relato en casa del señor Lord. El
Araña abrió una de las ventanitas que
había á cada lado de la puerta que daba
al jardín y por ella se deslizó Hans para
abrir la puerta por dentro.
»Entonces principió mi faena. Sabíamos
que el dueño de la casa estaba solo en ella,
porque hacía pocos días que no le perdia-
mos de vista. Me disponía á subir la es-
calera, cuando el Araña me dijo al oído:
»—Nada de violencia, José, pero -si
grita, clávale el puñal.
»El señor Lord sabe cómo cumplí mi
misión. Con la punta del puñal sujeté la
carta 4 la cabecera de la cama; el puñal
llevaba las armas del comité ejecutivo,
Para quien supiese interpretarlas.»
Dréxel alza la vista y ve á la Princesa.
echada hacia atrás en su sillón, muy páli-
da, cadavérica, fija su mirada en el vacío.
—¿Me escucha usted, señora ?—pre-
gunta.
TERRORISTA 195
—¿ Qué me importa 4 mi Elías Lord ?
Déjele en paz y dígame... digame usted
quién era el joven de cabellos y ojos cas-
taños que murió en... el... patíbulo.
Vélase su voz é incorporándose Be aga-
rra al brazo de Dréxel como el náufrago
á un madero.
—Digamelo usted en seguida; no pue-
do resistirlo.
—Quizá será mejor que la saque á us-
ted de dudas cuanto antes. Aquel joven,
aquella víctima, era... Basilio Petro-
lowskt.
—¡ Ya lo sabía !l—murmuró la Prince-
sa. —¡ Desde un principio lo temi!
Un. estremecimiento convulsivo la agi-
ta, mientras que en su rostro se refleja
un padecimiento atroz.
—Apiádese de mí; dijeme y vuelva
dentro de una hora.
Juando Dréxel ve de nuevo á la Prin-
cesa, la halla en tial estado que parece
haber transcurrido un año y no una hora
de dolor.
—Cuando no me habla hecho todavía
cargo de todo, me parece que me dijo
usted no haber abandonado hasta el úl-
timo momento á ese... prisionero.
—£SÍ, señora,
—¿Qué le dijo á usted ?
—Muy poca cosa; sólo me dió las gra-
cias por el interés de que le daba prue-
bas. Le supliqué que se desahogara con-
migo y que me dijese si en algo podía
servirle, pero él, sin quejarse ni murmu-
rar, se mantuvo firme hasta la muerte.
—Lo comprendo—dice la Princesa con
voz ronca ;—no le podía contar su historia
ni dejar un recuerdo para su madre d pa-
ra mí, sin revelar toda la verdad, sin decir
cuán villanamente había sido engañado y
vendido, á menos de declararse un vulgar
asesino. Quiso morir callando, antes que. ..
además—añade, alzando la cabeza, —m.e
conocia. Sabía muy bien que decirme la
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