PARRA
LA HIJA DEL TERRORISTA 19
Miles La Croix: una bellísima persona,
á juicio del capitán Hardin, y artista poz
más señas,
Rufo Crasháw: hombre á quien intere-
saban diferentes materias. A la sazón es-
tudiaba de un modo especial los caminos
de hierro, la situación de los paises de
Oriente y la política americana.
Renato Savorín: otro artista, no en el
sentido estricto de la palabra, faltándole
aún Tenía intención de
iprovecharse de las lecciones del señor La
perfeccionarse,
. .
Croix, cuando éste abriese su taller,
YEZ
EL DOCE DE MAYO
-=-El día doce de mayo, entre las diez
de la mañana y las dos de la tarde, el reo
Sulrirá la última pena.
Estas palabras resonaban en los oidos
de un pobre preso, encerrado solo en una
celda, el día doce de mayo dá las diez de la
Mañuna.
Sus facciones juveniles no eran hermo-
$48, pero sí correctas y muy expresivas;
BO eran en modo alguno las de un vulgar
asesino. No había en ellas dureza y mu-
cho menos las huellas del vicio. La fren-
te era blanca y despejada, y su mirada
franca no revelaba el menor temor.
Este hombre, que no podía contar más
de veinticuatro ó veinticinco primaveras,
€'a asesino convicto y confeso,
Y ¡qué asesinato!
La víctima era un hombre sexagenario,
eludadano pacifico, unánimemente aprecia-
do por el pequeño círculo de sus amigos
Y “penas conocido fuera de él.
¿El móvil,
men ?
las circunstancias del cri-
Todo era un misterio. Jacobo Trail
selía de la iglesia; iba solo y 4 pocos pa-
sos de distancia otra figura solitaria le se-
hasta que, algo alejados de la
iglesia, los fieles que salían de ella vieron
desaparecer 4 los dos caminantes entre la
sombra producida por un grupo de corpu-
guía,
lentos robles.
De pronto, un joven que estaba en dulce
coloquio en una ventana vió por el ca-
mino una silueta que avanzaba lentamen-
te; otra silueta la seguía con movimiento
más rápido, acortando á cada paso la dis-
tancia que la separaba de la primera. Lue-
go, las dos se confundieron en una sola ;
siguió una breve lucha que terminó con
una seca detonación.
1l joven, abandonando á su dulce com-
pañera, salió corriendo; llegó al lugar del
suceso, se inclinó un momento sobre la
víctima y levantándose con presteza, de-
jó caer con fuerza su brazo sobre el hom-
bro del criminal, gritando al propio tiem-
po con toda la fuerza de sus pulmones :
—¡ Socorro! ¡Al asesino!
No le costó mucho apoderarse del arma
humeante todavía que óste empuñaba, con
lo cual terminó toda resistencia.
El detenido confesó su crimen, pero se
negó á decir su nombre y á dar detalles
sobre el hecho. Era culpable: esto bas-
taba.
Ha llegado, por fin, el día de la expia-
ción. Entre las diez de la mañana y las
dos de la tarde ha de morir. Las diez están
al caer,
La puerta de la celda se abre lentamen-
te y un joyen, aproximadamente de la
edad del preso, entra y permanece silencio-
so hasta que oye correr por fuera el ce-
rrojo de la puerta. Siéntase entonces en
el banco al lado del reo.
—¿Qué tal?2—dice, y con estas senci-
llas palabras parece á un tiempo saludar-
le y darle una prueba de cariño.
El condenado levanta la cabeza.
—¿Usted aquí? Creí que sería el cape-
llán de la cúreel.