Full text: La hija del terrorista

LA HIJA DEL 
fuí fervoroso neófito. Transcurridos dos 
meses, regresó Ginevra. 
Su voz estaba algo velada. Dréxel se es- 
tremeció é involuntariamente dió un paso 
hacia su amigo. 
—Su ausencia había durado un año 
prosiguió Kénneth,—y por espacio de tres 
meses consagró ¿ ella todas las horas del 
día 
Muerte, 
: yino luego su enfermedad y... su 
Ya 
Durante meses enteros no tuve un solo 
sabes, Dréxel, lo que pasó. 
pensamiento para la causa, para mis her- 
manos y sus trabajos; mas el volver á 
pensar en estas cosas me ayudó á llevar mi 
carga y á olvidar, 
Siguió un silencio de algunos minutos. 
Kénneth lo rompió, preguntando con tono 
sombrio : 
—Dréxel, 
dad ? 
¿estás cansado de la socie- 
¿Cansado? No. : 
—¿Por qué quisiste que esta noche te 
ucompañara á la reunión? 
—Porque te había oído decir que no 
habías asistido nunca á ninguna de ellas. 
—¡ Qué concurrencia tan grosera y vul- 
gar! Y no digo nada de los oradores. ¿Sa- 
bías que aquel anciano preparaba un dis- 
curso ? 
—No; no entraba en mi programa. 
—Ya comprendo que querías enseñar- 
me únicamente el lado repulsivo de la co- 
sa, con el objeto de apagar mis entusias- 
mos. Querías ofender mi sensibilidad aris- 
tocrática, ¿no es cierto? 
—$Si tal fué mi objeto, no lo logré, 
—No; pero quizá hubieras salido con 
la tuya, á no ser por la elocuencia arreba- 
tadora de aquel distinguido anciano. Se 
llama La Croix, creo. 
—£SÍ, 
—Debo decir en honor de la verdad que 
aquel orador hinchado, repleto de adjeti- 
"vos y estadísticas me dejó algo desanima- 
«do. Mientras estaba hablando, me decla 
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yo para mis adentros. Aquí están tus cola- 
boradores, tus hermanos corredentores, 
¿qué te parecen? Y sentía algún disgusto 
viéndole gesticular y contemplando, por 
otra parte, á aquellos hombres mugrien- 
tos y á aquellas mujeres de los lazos ro- 
jos. Pero, cuando aquel hombre venerable 
se levantó, vi claramente que los oradores 
que le habían precedido no eran más qua 
pequeñas sinuosidades del camino por el 
cual vamos avanzando, que se irán alla- 
nando bajo nuestras pisadas. Sólo los más 
dignos llegarán al fin de la jornada. ¡Cuán 
agradecido le estoy ú aquel varón insig- 
ne por el bien que me ha hecho! Ya só 
otra vez cuál es mi rocación. Dréxel, me 
dispensaste un gran favor cuando me en- 
scñaste nuestra doctrina libertadora y me 
señalaste con el dedo ¿ mis semejantes, 
victimas de sus necesidades. 
Y como Dréxel no contestaba una pa- 
labra :—Vamos á ver—insistió su amigo, 
—¿sabes quién es ese La Croix? ¿Le co- 
noces ? 
—¿Yo? No. 
—¿No deseas vivamente conocerle? ¿No 
le admiras ? 
—S1. Es un hombre poderoso y... 
ligroso. 
pe- 
—.¿ Peligroso? ¿Cómo? 
—Lo es porque en él hay un entusias- 
ta y un visionario. Oree que el socialismo 
encarna el mejor, el más elevado y el más 
espléndido de los ideales; siendo él quien 
es, no puede ver el mal, los riesgos y las 
miserias que su causa encierra. 
—Dréxel, ¿qué te pasa? 
—Voy á decirtelo, Ken. Tengo la ob- 
sesión de mi responsabilidad moral. Com- 
prendo el mal que he causado y puedo 
causar todavía. Yo fuí quien te empujó 
al socialismo. 
—$1; reconozco el favor. 
—¿ Quieres, á tu vez, hacerme otro fa» 
vor? :
	        
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