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LA HIJA DEL TERRORISTA :]
tola, etc., ete. Esto no tiene vuelta de
hoja: muerto ó vivo, has de permanecer
aquí. Escoge.
Elías Lord había tenido tiempo de so-
bra para reflexionar, de modo que pudo
lecir ya sin trazas de temor:
—Haré lo que quieras.
El ladrón dirigió los rayos de la lin-
terna hacia el reloj de bronce que adorna-
ba la chimenea.
—Es la una y media en punto—dijo.—
¿Da las horas este reloj ?
—Si.
—Perfectamente. Cuando den las dos
podrás levantarte y hacer lo que quieras.
Tal vez volveré.
—Como gustes—dijo el anciano malhu-
morado, —Te esperaré.
Elías Lord era incapaz de faltar á la
palabra dada, aun cuando se la hubiese
exigido un malhechor á viva fuerza.
Tic, tac, tic, tac. Los minutos parecian
eternos. La posición del viejo era ridícula,
sentado en el suelo, á obscuras y á dos
pasos de la cama. Además, principiaba á
tener frio.
En el fondo, prefería que nadie se hu-
biese enterado de la aventura de aquella
noche. Nada había de temer el ladrón,
pues nunca saldría de sus labios el secreto.
¿Acaso no había obrado con cordura?
Si la señora Rálston y Magdalena Payne
llegasen 4 averiguar lo sucedido, ¿por
ventura no tendrían miedo de habitar su
casa? Por cierto que en aquellos momen-
tos dichas señoras se hallaban en medio del
Octano.
Tic, tac. Olvidóse unos momentos del
tiempo mientras estuvo pensando en el
cambio que iba á sufrir su casa si podía
lograr que aquellas damas viviesen con él.
En vida de su esposa había tenido el gus-
to de dar hospitalidad á la señora Ráls-
ton; ¿por qué, pues, no había de hacer
ahora lo mismo con la prima de su esposa,
próxima á regresar 4 Nueva York, acom-
pañada de la hermosa joven que había sido
su fiel compañera durante más de dos
años ?
Fuerza era que viviesen en una parte
ú otra, y habianle encargado las buscase
habitación decente. Durante más de un
año, desde la muerte de su esposa, aquel
caserón estaba cerrado, pudiendo decirse
que era él su único habitante. Sf, era pre-
ciso abrir puertas y ventanas, llenarlo'de
criados, hacer limpieza y reparaciones, en
una palabra, ponerlo en estado de recibir
á las susodichas señoras.
—Una, dos.
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Levantóse al momento y acercándose ¿
la chimenea, buscó la caja de fósforos y
encendió el gas.
—Voy á dar un vistazo por la casa—
se dijo.
Pero, quedóse inmóvil y como parali-
zado, fija la vista en algo blanco, frío y
reluciente.
En la cabecera de la cama aparecía una
carta clavada con un puñal. No se trataba
de un juguete, sino de un arma sólida, añ-
lada, pronta á dar la muerte,
La carta consistía en un pliego doblado,
sin sobre; lo abrió precipitadamente como
quien quiere acabar de una vez con un
asunto enojoso.
«Para el señor Elías Lord—leyó.
»Siendo, como eres, el director de una li-
ga formada para la opresión de los pobres
y la defensa de los ricos, te hallas en es-
tado de decir hasta qué punto llevarás tal
opresión. Date por avisado, usa con pru-
dencia de tu autoridad y atiende cuidadosa»
mente á las observaciones ó súplicas que
recibas de vez en cuando, Esta carta te
probará que no nos puedes escapar. Em-
plea tu influencia en ayudarnos, y vivirás.
Si nos haces daño, no tardará en llegar tu
última hora. Nuestra mirada te sigue sin
cesar: velamos noche y dia.»