A
po
IN AGAR
20d
A A e a li
A A e A
90
—¿ Tendria tu estatura ?
—Un poco más, quizá, Iban todos á
atravesar el arroyo, uno tras otro.
-—¿No recuerdas quién abría la marcha?
—Si, señor, el muchacho más peque-
ño; el judío con su enorme bastón era el
último. Metiéronse por entre carros y co-
ches y les perdí de vista, hasta que de
pronto vi caer al niño. La gente acudió en
seguida y entonces el «tro chico pasó ro-
zándome, alejándose apresuradamente por
donde había venido. Su cara estaba blanca
como un papel y cojeaba un poco,
—¿Qué se hizo del herido?
—Lo llevaron al hospital.
—Me parece—dijo el extranjero, ha-
blando con calma,—que he leído algo de
eso en los periódicos; pero, si mal no re-
cuerdo, el niño ¡iba solo y nadie pulo decir
quién era,
El limpiabotas retrocedió un paso y mi-
ró al extranjero con enojo.
—¡Qué me contará usted 1
—Tranquilízate, muchacho, tranquiliza-
te. Ya me pareció á mi algo raro que na-
die reconociese al chico. ¿No dijiste tú lo
que hablas visto?
—Ca, no, señor. ¿Para qué? No iba yo
á meterme en camisa de once varas, no
tenía ganas de ir á perder el tiempo á la
delegación de policía y dejar abandonados
á mis clientes. Ya hace tiempo que he
aprendido á no cuidarme más que del nú-
mero uno. Nadie me hubiera pagado ni da-
do las gracias. ¿Para qué sirve la policía
si no es para poner las cosas en claro? A
ella y no á mí la correspondía entender en
el asunto. Nada, que ahora me sabe mal
haber sido con usted tan charlatán.
—Eso no te preocupe, muchacho; soy
LA HIJA DEL
tu amigo y no abusaré de tus confidencias.
Pero—añadió, como si hablase para sus
adentros, —me gustaría, más aún, daría
cinco dóllars por ver al niño que huyó.
—¿De veras ?—exclamó el limpiabotas.
TERRORISTA
——Quisiera tenerle delante entre mil y le
reconocería en seguida.
—¿Estás seguro de ello?
—S$Si, señor, ya lo creo.
—Y al otro, el que fué atropellado, ¿le
conocerias ?
—De ése no estoy tan seguro, porque
me fijé más en el pequeño y en el judio,
—¿Le conocerías al judío?
—A ése si.
—¿Aunque vistiese de otro modo?
—Lo conocería siempre por su mala
facha.
El extranjero parecía entregado á sus
cavilaciones. Jugaba distraído con algunas
monedas de plata, no habiendo pagado aún
al limpiabotas.
—¿CUómo te llamas?—le preguntó.
—Jobnny Deegán.
—. Tienes padres?
—No, señor; estoy solo en este mundo,
—¿ Dónder, vives ?
—En cualquier parte: á veces con otros
chicos, -4 veces en casa. En todas partes
estoy bien,
—¿ Cuánto ganas al día?
—Algunos céntimos; no lo sé de fijo,
Sin embargo, desde que estoy en esta ca-
lle el negocio ya viento en popa.
Johnny guardaba sus cepillos y era evi-
dente que no tenía ganas de entrar en de-
talles acerca de sus ganancias.
—Uyeme—dijole el extranjero sonrien-
do;—ya veo que tanto para ti como para
mi es algo tarde. Voy á proponerte una
cosa.
Johnny se echó la caja á la espalda y
esperó,
—Me interesa lo que me has contado
de esos niños. ¿Qué te parece si te encar-
gara que me buscases el niño que se es-
:apó? Naturalmente tendrías que buscarle
por la ciudad, y los sitios donde suelen
reunirse los chicos de su clase, ¿Te pare-
ce que sabrías dar con él?
|
|
|
cnica
]
1
1
'