108 LA HIJA DEL
da como te encuentras hoy tú, Cla-
ra querida.
Al pronunciar estas palabras ha-
bía algo en el tono de Magdalena
que reflejaba una piedad profunda.
Clara se sobresaltó y los colores su-
bieron á su rostro; pero permaneció
silenciosa.
—Olivia realizó una acción no-
ble y generosa, pero en aquel ins-
tante casi la aborrecia—añadió tris-
temente.
—¡Oh!, no, Magdalena—inter-
puso Clara;—estoy segura de que
esto no es cierto. Tú no puedes ha-
ber aborrecido nunca á nuestra no-
ble y desgraciada Olivia.
—Pues me sentía muy mala, te
lo aseguro—dijo con triste sonrisa.
Y luego añadió bruscamente:—-
¿Qué habrías hecho tú en ocasión
semejante ?
-¿Yo?—contestó admirada.—
Verdaderamente no puedo decirlo.
—Piénsalo bien, Clara—ansistió
en tono casi suplicante;—deseo,
mejor dicho, necesito saberlo.
— ¿Necesitas saberlo? ¿Por qué,
Magdalena ?
—Porque... porque necesito sa-
ber lo fuerte que eres.
Clara la miraba cada vez: más in-
quieta.
-—Concreta, pues, más el caso—
dijo con calma.—Procuraré cono-
cerme á mí misma y analizar mis
propios sentimientos.
-——Bueno; ahora, Clara Keith, su-
“pongamos por un momento que
DETECTIVE
amas mucho á un hombre y tienes
confianza en él por el único motivo
de que le amas. Supongamos que
en el instante en que te sientes más
feliz, cuando hace un momento que
te has separado de tu amado...
Clara se ruborizó débilmente.
—Cuando estás pensando en el
tiempo no lejano en que no tendrás
que separarte más de él, suponga-
mos, repito, que yo, una amiga á
quien quieres, vengo á ti y te digo:
Tu héroe es falso; es un bribón de
dos caras; te engaña; es un hom-
bre indigno, que te hará traición si
puede. Vamos á ver; ¿qué me con-
testarias ?
Clara levantó la cabeza con alti-
vez.
—Te haría retirar todas y cada
una de las palabras que acabas de
pronunciar ó te obligaría á probar-
las sin dar lugar á duda ninguna.
—¿Y si lo probara?
—Entonces te daría las gracias; -
me aborrecería á mí misma por ha-
berme dejado engañar y á él por
engañarme.
—¿Te afligirías por él, Clara?
La respuesta fué tan rápida co-
mo la pregunta.
—«¿Afligirme por él? No, no po-
dría amar á un traidor, á un villano,
como no puede acariciarse una ví-
bora. En verdad te digo, Magda-
lena, que me hago cargo de tus sen-
timientos cuando dices que aborre-
ces á Luciano Davlin—añadió es-
tremeciéndose.
—¿Y no me aborrecerías por ha-
e
E