y
194 LA HIJA DEL
sacó de una cueva de bandidos; yo
que me marcho disfrazada para ser
sirvienta de personas á quie-
nes vosotros consideraríais como
un deshonor tenderles la mano?
Tenéis razón. Debo hacer sola mi
camino.
Su voz era casi inarticulada y su
última palabra fué más bien un so-
llozo; volviéndose rápidamente, se
dirigió á la puerta con intención de
marcharse.
Olivia dió un salto hacia ade-
lante, lanzando un grito de remor-
dimiento, pero Clarence Vaughan
la hizo retroceder, y en un instante
se encontró en la puerta, con una
mano en ésta y la otra sujetando
fuertemente la muñeca de la lloro-
sa joven. Cerró la puerta que ella
empezaba á abrir y la hizo volver
atrás con dulzura, pero con mucha
firmeza al mismo tiempo. La sentó
en una silla y quedóse de pie ante
ella, esperando que cesara de so-
llozar. Entonces acercó una silla á
la suya y le dijo dulcemente:
—No vuelva usted á decir seme-
jante cosa, querida hermana. Es-
tas son manifestaciones morbosas
de su pensamiento, pues aunque
esté usted haciendo de detective,
no tiene usted la menor necesidad
de romper sus relaciones con sus
amigos. No vamos á dejarla mar-
char tan fácilmente, pues hay de-
masiado de noble y generoso en us-
ted para permitir que se exponga á
peligros innecesarios. Ha hecho
usted mucho daño á la buena seño-
po er P
DETECTIVH
ra Girard dando á sus palabras unn
significación que nunca han tenido.
¿No comprende usted, niña, que sl
queremos ayudarla, si queremos
tener una parte en su empresa es
porque el cariño que le profesamos
nos obliga á velar por usted ?
Magdalena se estremecía, lan-
zando profundos suspiros. Ei le
tomó ambas manos.
—Ahora, hermana mía, va usted
á hacerme una promesa, sólo un2.
Las manos de la joven tembla-
ban entre las de él. ¿Cómo podía
resistirle, sintiendo en su mano la
presión enérgica de la suya firme
y segura; cuando la miraba en los
ojos, tierno y suplicante; cuando su
respiración caldeaba sus mejillas y
su voz murmuraba á su oído? Ella
se sentía 4 su lado contrita, domi-
nada y extrañamente feliz sin con-
ciencia de nada y pensando sola-
mente que quisiera morir así, con
su mano entre las suyas. Temía ha-
blar por miedo de romper el en-
canto. Decía que velaba por ella;
¿no era esto bastante ?
—¿Accede usted, Magdalena?
—Si—dijo con voz que parecía
un Suspiro.
—Gracias; pues bien, hermana,
tenemos absoluta confianza en su
sagacidad y buen golpe de vista,
pero debe usted prometerme, como
á un hermano que tiene el deber de
velar por su felicidad, que no dará
usted ningún paso decisivo sin an-
tes consultarlo conmigo, y que tan
pronto como la labor sea demasia-
cr al cri ct
.