LA HIJA DEL DETECTIVE
puso á leer, no sin decir á Celina
que no quería ver á nadie y que no
dijera que se encontraba mejor.
Por la noche, Juan Arthur qui-
so ver á su esposa, pero Celina le
aseguró que su ama estaba dur-
miendo profundamente y que se
agitaba al menor ruido; de suerte
que el viejo tuvo que retirarse más
alarmado que antes.
Esperaba ansioso el último tren,
creyendo que llegaría el ansiado
doctor Le Guise. Pero no vino na-
die. Poco más tarde, sin embargo,
llegó un telegrama de Luciano que
decía lo que sigue:
«Doctor no puede salir esta no-
che. Irá tren de la mañana.
IA
Por la mañana, Cora estaba mu-
cho peor. No reconocía á su espo-
so, y llamaba á miss Arthur lady
Mallory, lo que hizo'una grande im-
presión en la solterona.
Celina, que parecía conocer per-
fectamente su obligación, les hizo
salir á ambos del cuarto de la en-
ferma; lo. que no desagradó del to-
do á los dos hermanos, pues ambos
estaban igualmente temerosos del
contagio. .
Por fin llegó el doctor, acompa-
ñado de Luciano Davlin. Este úl-
timo parecía muy grave y ansioso;
el primero tenía un paca serio é
inteligente.
Celina subió á preparar á la en-
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ferma para la visita del médico.
Hecho esto, el sabio doctor subió
al cuarto de la paciente, seguido de
Juan Arthur y de Luciano. Estos
iban á entrar tras él; pero el médi-
co les detuvo” diciendo:
—Un momento, caballeros; ten-
go la costumbre de examinar solo
4 mis enfermos. Luego entrarán us-
tedes si gustan.
Así, pues, los tres, Luciano, Ar-
thur y su hermana se sentaron en
solemne silencio esperando el diag-
nóstico del doctor. Salió al cabo de
mucho rato, y la gravedad de su
rostro impresionó á todos. Se di-
rigió 4 Mr. Arthur, mirando uno
á uno á los circunstantes.
—¿Me harán ustedes el favor de
decirme cuánto tiempo hace que
han estado en el cuarto de la en-
ferma?
Juan Arthur le contestó muy pá-
lido:
—Hemos entrado esta mañana
mi hermana y yo.
El doctor se volvió hacia miss
Arthur más serio si cabe que antes.
—Lo siento mucho, muchísimo
—dijo,—y espero que no correrán
ustedes peligro; pero es mi deber
advertirles que la señora Arthur
está atacada de unas fiebres del ca-
rácter más maligno y contagioso;
de suerte que, se han
expuesto ustedes mucho.
Mr. Arthur se volvió del color de
la cera, dejándose caer en la silla
más próxima. Miss Arthur, que no
podía cambiar de color, lloraba sen-
sin saberlo,