Full text: La hija del detective

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eS 
dos cortinajes y adivinaba que la 
dueña de aquella mano dirigía una 
mirada á la calle. Pero su rostro 
permanecía siempre oculto. 
—Indudablemente tiene buenas 
razones para no dejarse ver—decía 
Clara para sí.—¿Cuáles serán es- 
tas razones? 
A ratos se recriminaba á sí mis- 
ma por su curiosidad; pero ésta 
crecía cada vez más, llegando á 
convertirse en una verdadera obse- 
sión que no la abandonaba un ins- 
tante. Aquel misterio la atraía tan- 
to, que empezó á buscar medios 
para satisfacer su deseo de conocer 
á la dama, cuando la casualidad le 
deparó uno, harto inesperado. 
Clara volvía de un gran baile, 
cansada y algo aburrida. Desnudó- 
se al llegar á su cuarto con más pri- 
sa que de costumbre, deseando en- 
contrarse en la cama. Le parecía 
que tenía mucho sueño, pero aun 
no puso la cabeza en la almohada, 
el sueño la abandonó del todo, sin- 
tiéndose más despabilada que 
nunca. 
En la imposibilidad de dormir, 
la joven fué poniéndose nerviosa 
hasta que, por fin, se levantó. Se 
Puso una bata, acercó una silla á la 
Ventana y se sentó, no sin descorrer 
antes las cortinas. 
Al mirar á través de la calle vió, 
llena de sobresalto, que las venta- 
nas del piso alto de la casa miste- 
riosa estaban vivamente ilumina- 
das. Al bajar de su coche había di- 
rigido una mirada á la casa, como 
LA HIJA DEL DETECTIVE 
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era su costumbre, pero entonces no, 
había luz alguna. Las ventanas es- 
taban á obscuras. Y ahora todo el 
piso alto hallábase brillantemente 
iluminado. 
Clara se restregó los ojos y mi- 
ró de nuevo; de pronto, lanzando 
un grito de alarma, se levantó de 
un salto, haciendo sonar violenta- 
mente la campanilla. 
Por encima del tejado de la casa 
salía una llama, y Clara compren- 
dió en seguida la causa de aquella 
extraña iluminación. ¡Todo el piso 
alto estaba ardiendo! 
Encendió el gas y se puso á arre- 
elarse precipitadamente. A su lla- 
mamiento acudió un criado medio 
dormido, cuando ya ella tenía un 
chal en sus espaldas como dispues- 
ta á salir. 
Despierta á papá y á los cria- 
dos, Jaime—ordenó secamente.— 
El número doscientos está ardien, 
do. Ve al instante. 
Y empujando al asombrado ser- 
vidor en dirección al cuarto de su 
padre, fuése escaleras abajo. Abrió 
la puerta de la calle, y atravesando 
ésta, se puso á llamar desesperada - 
mente á la puerta del número dos- 
cientos. 
Entretanto la pequeña llama del 
tejado había crecido mucho, y casi 
á la vez que llamaba á la puerta ha- 
cía sonar el timbre de alarma que 
comunicaba con el cuartelillo de 
bomberos. 
A la joven le pareció que había 
pasado un siglo cuando oyó rechi-
	        
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