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tante. Allí puedo ver á mis antiguos
servidores, todos ellos buenos ami-
gos, que podrían hacerme daño sin
darse cuenta. También puedo dar
instrucciones á Mr. Lord para que
averigúe quién es el instigador de
estas pesquisas—dijo la señora
Ralston. precipitadamente.—/Zon-
sicur Allyne, ¿cuándo podríamos
marchar ?
—Mañana por la mañana, todo
lo más temprano posible.
—Clara, ¿puede usted preparar-
-se en tan poes Pisa rial
—¿Yo? Ya lo creo—repuso la
joven riendo.—Puedo estar. prepa-
rada en una hora. Aborrezco las di-
laciones. ¿Y usted, señora Rals-
ton?
— También, sobre todo ahora—
dijo la dama haciendo un esfuerzo
para sonreir;—perdónenme- uste-
des, buenos amigos, si me muestro
tan ansiosa; pero la idea de verme
cazada por ese hombre es demasia-
do horrible, después de estos años
de paz.
—No piense usted en ello, que-
rida señora—contestó Clara.—En
la villa de mi hermana estará usted
enteramente en salvo y puede us-
ted ponerse á la obra en cuanto lle-
guemos. Allí no hay mucho que te-
mer. ¿No lo cree usted así, mox-
sieur Allyne?
—Nada en absoluto—dijo “el
banquero, levantándose para des-
pedirse.—No exagere usted el pe-
ligro, señora Ralston. Prestando
A
200 LA HIJA DEL DETECTIVE
atención al asunto, como lo hará
sin duda Lord en cuanto se le pon-
ga al corriente, no hay el menor pe-
ligro. Además, debemos tener en
cuenta que nadie la persigue; ese
hombre la cree muerta.
-Cierto, lo había olvidado—re-
puso la dama algo más tranquila y
sonriendo.—Clara, esta noche pre-
pararemos el equipaje procurando
conservar la alegría mientras aun
es tiempo.
—Entretanto voy á telegrafiar á
Lord haciéndole saber su ll: egada -
dijo Mr. Allyne, tomando su son:-
brero para marcharse.
La mañana del día de la partida
era Clara y brillante. Clara estaba
de buen humor, y la señora Ralston
parecía contagiarse de la alegría
del día y de la de su compañera de
viaje.
Cuando iban á subir al coche que
debía conducirlas á la estación, en-
tregaron una carta á miss Keith. Se
apartó el velo del rostro y recostán-
dose sobre los almohadones del co-
che se puso á leerla atentamente y
exclamó:
—¡Qué desgracia!
La señora Ralston la miró alar-
máda.
—(¿Está, acaso, enferma su.her-
mana?
—¡Oh!, no, es de Magdalena.
—¿La joven de que me ha ha-
blado usted otras veces ?
—SÍ.
—¿Está enferma?
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